Berlín sin muro (blog literario de Jaime Despree



y

Jaime Despree




Berlin sin muro




Mis impresiones de Berlin










































































































© Jaime Despree




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http://jaimedespree.com




ISBN: 9781793343208

Editado por el autor

Primera edición: Enero de 2019

Foto de portada: https://pixabay.com/es/






















JAIME DESPREE













BERLÍN SIN MURO

IMPRESIONES DE BERLÍN




























































































































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1. Por qué vivo en Berlín




























Bueno, uno nace accidentalmente en tal o cual país del mundo, y se pasa el resto de su vida tratando de dar con el país en el que le hubiera gustado nacer. Hay quien tiene oportunidad de viajar por el mundo y comparar unos países con otros y sacar sus conclusiones. Yo soy de esos afortunados y he recorrido medio mundo. Por ejemplo, durante mi estancia en los Estados Unidos tuve al principio una agradable impresión. Primero fue San Francisco, con su fascinación cosmopolita, su ambiente hippy, sus interesantes cafés, el encanto de sus barrios victorianos, sus tranvías, las brumosas del Pacífico y la soleada Área de la Bahía interior, su inquietante barrio chino y el latino, con sus graffitis políticos e imágenes de Frida Kahlo y Paco Rivera, o del Día de los muertos mejicanos.

Luego residí algún tiempo en Los Ángeles, tan cinematográfica y tan sugerente. Con su letrero de Hollywood en la ladera, sus barrio súper lujoso de Beverly Hill, y Sunset Boulevard, con sus altas y cimbreantes palmeras; los ríos de tráfico de sus inmensas autopistas con dirección a las playas de Santa Mónica o Long Beach, llenas de surfistas y bellísimas patinadoras, sus animados cafés playeros, sus lujosas mansiones en los arenosos acantilados que bordean la costa.

De Los Ángeles me fui a Nueva York, con su poderoso atractivo cosmopolita, su Manhattan desconcertante y a la vez impresionante, su lujosa Quinta avenida, su inmenso y medio salvaje Central Park, los ferris canarios de Staten Island, la animación callejera del Harlem latino y afro-americano y, en fin, tantos excitantes lugares rebosantes de energía creadora. Pero la primera buena impresión pasó y quedó la cruda y simple realidad de sus cientos de mendigos indigentes, ocultos en sus parques durantes las frías noches de invierno en enormes cajas de cartón de embalajes de neveras, sus barrios sucios y degradados y desangelados, su estresante ritmo de vida, su frialdad urbana, su loca persecución del éxito económico y la tragicómica vanidad de las candilejas de Broadway. ¡No, ése no era mi país soñado! Aunque confieso que estuve a punto de dejarme seducir por sus cantos de sirena y su «sueño americano», que ahora sé que no es más que un mal sueño, o mejor, una angustiosa pesadilla americana. Por eso me fui de allí tan pronto como el primer neoyorquino al que le comenté mis últimas impresiones me contestó: «¡Pues si no le gusta, váyase a su país!» Pero seguí vagando por ahí, de un país a otro, buscando algo que no tenía ni idea de qué era, pero que lo sabría tan pronto como lo viera. ¡Y sucedió en Berlín! Por eso estoy aquí.

No es que Berlín sea el paraíso. A decir verdad es una ciudad algo desdichada, pero no triste. Es desdichada por su pasado, pero sobre todo porque por culpa de ese pasado se ha rehecho como una ciudad modelo, tanto que yo creo que sus habitantes viven agobiados por un exceso de orden, respeto, tolerancia y buena educación, que está lejos de estimular su imaginación, como sucede en Londres, en Roma o en París. Ese comportamiento cívico tan ejemplar resulta en ciertas ocasiones algo agobiante. Sólo rara vez los berlineses dejan volar su imaginación y hacen lo que les viene en gana. Prácticamente carecen de fiestas locas. La vida nocturna es tan discreta que parece que no exista, salvo las noches de cabaret para turistas y jubilados del Friedrichstadt Palace. Mientras tanto las calles se llenan de sórdidas salas de juego, póquer sobre todo, un desdichado pasatiempo que da una idea de su languidez y falta de espontaneidad e imaginación artística ciudadana. Tal vez por esta razón los espectáculos callejeros espontáneos son por lo general pobres, poco inspirados, y en su mayoría vulgares, como esos grupos de rock descamisados, sudorosos y desafinados que suelen tocar, quiero decir armar escándalo, en la Pariser Platz. Y ahí están sus estatuas vivientes con los típicos iconos de la ex RDA, URSS y USA juntos, para satisfacer el morbo de turistas con escasa sensibilidad artística, como son casi todos los turistas del mundo, ávidos de tópicos y estereotipos, según los traen en la cabeza, inculcados por las agencias de viajes, las malas guías de turismo o algunos nefastos blogs de Internet.

Entonces, se dirán, ¿cuál es el encanto de Berlín que me ha seducido desde que puse los pies en ella? Es difícil de explicar y me ahorraría mucho trabajo si supiera que han leído «El lobo estepario» del Hermann Hesse, como creo yo que lo hemos leído casi todos los de mi generación. Esta ciudad es una estepa perfectamente urbanizada, por supuesto llena de lobos esteparios, potenciales suicidas que nunca atentarán contra sus vidas, de una languidez bellísima, que se demuestra en la melancólica mirada de sus mujeres, tan inteligentes que ha renunciado a entender el mundo que les rodea para limitarse a bebérselo con abundante cerveza o café hasta intoxicarse. Es, por tanto, una ciudad centro europea; es decir, limpia, ordenada y pequeño burguesa, pero habitada por lobos esteparios con un alma derrotada por las terribles contradicciones que tienen que soportar día a día, desde la mañana a la noche.

Y ese vivir intensamente las contradicciones de este mundo es lo que la hace encantadoramente desdichada. Desdicha que, puestos a ser contradictorios, encierra cierta alegría, la de sentirse salvados de inocencias perjudiciales, fantasías sin fundamento o ilusiones sin esperanza de ninguna clase. Por eso Berlín es la gran atalaya del mundo, desde donde se contempla todo lo que es tal y como es y no como desearían que fuera. Es la conciencia de la «vieja Europa», con nuevos brotes también viejos, niños que son como adultos y adultos que no pueden ser como niños. Una mezcla de optimismo racionalista y pesimismo idealista, si se puede decir, al que le falta un poco de luz mediterránea, la suficiente como para imaginar cosas que no son. Si Berlín fuera música sería el torturado Concierto para violín de Mendelsshon, hijo de la ciudad hermana de Hamburgo, pese a que esta ciudad de «tierra adentro» goza del viento húmedo y mágico de ese Mediterráneo de los países del norte de Europa, como es el mar Báltico, aspecto que se puede sentir en este gran músico. Pero también serían los Conciertos de Brandemburgo, de Bach, antes de que fuera desdichada, o la Novena sinfonía de Beethoven, cuando fue imperial y clásica.

Por todo esto siempre he sabido que Berlín era el lugar que estaba buscando y, por tanto, el que considero mi verdadero hogar. Porque yo no soy un artista imaginativo, en cuyo caso me hubiera ido en busca de la luz, el sabor y el color de la Provenza francesa o de la Toscana italiana; tampoco soy un intelectual o sociólogo, en cuyo caso me hubiera quedado en Nueva York, ni un divo, para lo que hubiera servido Los Ángeles. Tampoco soy una persona que necesite mucha animación, para lo que hubiera elegido Londres o París; no, yo soy una persona simplemente resignada, otro lobo estepario; seguramente que un potencial suicida aferrado a la vida; alguien que detesta el orden y el carácter pequeño burgués, pero que no puede vivir sin sus grandes ventajas de todo tipo; soy una persona tan complicada, desencantada y frustrada que todo el mundo me encuentra encantador, como si ellos fueran la boa del cesto y yo su flautista embaucador.

Por eso ¿dónde podría vivir mejor que en Berlín? ¿Dónde puede una persona derrotada y desencantada, un simple observador compulsivo de este curioso mundo, gozar de la estima de sus conciudadanos? Allí donde seamos comprendidos y tolerados; allí donde el desencanto sea un valor social apreciable, siempre que no sea destructivo sino moderadamente creativo. Pero no esperen que en Berlín vivan muchos Picassos, Matisses o Van Goghs; no, aquí viven artistas frustrados, desencantados, desilusionados y solitarios como lobos esteparios, y por eso producen un arte desdichado, pero no triste, pues el arte nunca es triste. Y si no lo creen, ahí estaban los expresionistas de «Die Brücke», y sus desdichadas obras de arte. Por esa razón sospecho que mis notas serán también algo desdichadas, pero en ningún caso tristes. Nunca he sido más infeliz, pero he estado más contento y satisfecho. Nunca he disfrutado tanto de una ciudad tan amable y educada, donde uno puede observar sus gentes a sus anchas, porque se dejan observar, cuando en otras ciudades y culturas la observación de la gente está, sencillamente, condenada, desacreditada y por tanto mal vista y poco tolerada; aquí las cosas para los buenos observadores son distintas, y uno goza de la paz y la tranquilidad necesaria para pensar tranquilamente en aquello que observa. Esta es, sin más preámbulos, la idea de estas notas. Espero que al menos, si no les gustan les entretengan, pues hoy la mayoría de los escritores no aspiran ya a otra cosa que a entretener.
















2. Un observador compulsivo


































Tengo la obsesión de observar a todo el mundo y pensar minuciosa y detalladamente sobre lo que observo. A veces son verdaderos disparates, otras me encanta lo que pienso. Esta obsesión tiene su lado bueno, pero también el malo. A veces es divertido porque la gente no se suele observar a sí misma y no tiene ni idea de lo gracioso, disparatado, absurdo, grotesco o ridículo que resultan. Muchos creen que no tienen nada en especial que merezca ser observado, porque carece de este tipo de ambición; quiero decir que se creen personas comunes y corrientes, con sus pequeñas manías y alguna que otra originalidad muy pasajera. Viven convencidos de que nadie les observa y por ello no ponen ni el mínimo interés en lo que hacen. Pero yo sé muy bien, porque tengo la obsesión de observar desde muy pequeño, que no hay nadie en este mundo que no tenga algo de especial; algo que llama la atención y que los distingue de los demás, a pesar de que vistan con una camiseta de un club de fútbol y un pantalón tejano descolorido, que es la ropa más adecuada para pasar desapercibido. Lo malo es que la mayoría, pese a tener algo especial, no son ni mucho menos interesantes, sino todo lo contrario, aburridos, por lo que uno se cansa pronto de observarlos.

Creo ser una persona afortunada y tengo tendencia a observar personas con algún interés especial, razón por la cual he mantenido esta obsesión durante más de veinte años. Lo frustrante es que a veces descubro verdaderas joyas; personas interesantísimas que merecían que alguien las descubriera y hablara de ellas en público, y no que se queden en un pensamiento pasajero y personal, más o menos original e interesante.

No hace mucho comenté mi caso con una buena amiga mía y me sugirió que sería una buena idea escribir sobre mis obsesivas observaciones.

—¿Que escriba yo sobre lo que observo? —le comenté.

—Por ejemplo…

—Bueno, después de todo es una idea; tal vez me anime.

¡Y me animé! Pero no he completado todo sobre mí.

Mi amiga me sugirió que si me decidía a escribir sobre mis obsesivas observaciones que no firmase con mi nombre, porque es poco literario.

—Wolfgang Weber. ¡Exacto! —me volvió a comentar mi amiga.

—¡Pero yo no soy alemán! ¿Cómo voy a tener un apellido alemán?

—¡Y a quién le importa! ¿Vives en Alemania, no? ¿Te imaginas este libro?: «Memorias de un observador compulsivo de Berlín», por Wolfgang Weber. ¡Arrasaría en España!

No acepté su sugerencia porque, aunque yo no entiendo mucho de marketing literario, ya que lo mío, como he dicho, es simplemente observar a la gente y pensar para mis adentros cosas sobre lo que observo, tampoco es ésta una obra literaria. Así es que firmo con mi nombre.

¿Que por qué lo hago? Quiero decir, ¿por qué mi obsesión por observar a la gente? No tengo ni idea, pero sospecho que tiene algo que ver con mi traumática infancia. No recuerdo mucho, excepto cuando sueño con algo relacionado con ella, y siempre sucede lo mismo: allí estoy yo con pantalones cortos observando a los demás niños como juegan a guerras a pedradas, piratas con espadas de palo, al látigo, al burro de la ventana, o a churro, mediamanga, mangaentera, o a otros juegos para los que se requería fuerza y hasta cierta dosis de violencia, porque dado mi raquítico aspecto y mi carácter retraído y tímido en mis sueños yo nunca soy aceptado en sus juegos. Pero sólo me sucede con los chicos, porque las chicas me dejan saltar a la comba con ellas, o participar en sus corros de la patata, en las prendas, o en otros juegos sencillos y divertidos para ellas, como el escondite, a pies quietos, al ratón que te pilla el gato, las comiditas, o incluso a mamás y papás, en el que yo hago el papel de papá o de hijo, y a médicos y enfermos, ¡el más interesante! Por esa razón decía que uno nunca sabe sobre su potencial homosexualidad. Pero como digo, creo que ese tema está resuelto, y para probarlo puedo contarles lo que he podido observar esta misma tarde a mi regreso de Mitte, cuando estaba a punto de cruzar uno de los semáforos de la rotonda del popular Siegesäule, el Ángel de la Victoria, para entendernos.































3. Un ángel en un semáforo

























Hoy es una hermosa tarde estival y resultaba agradable recorrer la gran avenida 17 de Junio bajo sus frondosos árboles, desde la puerta de Brandemburgo, aunque yo venía del Instituto Cervantes, en el estresante barrio de Mitte, abarrotado de turistas boquiabiertos y fotomaniáticos, donde había ido a buscar un libro de Ángela Vallvey, que resulto que no lo tenían. El semáforo está situado en la avenida Spreeweg, a pocos metros del palacio presidencial de Bellvue, y es uno de esos semáforos que tardan mucho en cambiar, y donde suelen concentrarse limpiadores de parabrisas, titiriteros callejeros o escupefuegos espontáneos. Afortunadamente en este caso la persona que entretenía a los acalorados conductores no era el clásico escupefuego, sudoroso, súper tatuado y con las manos sucias de la gasolina, al que siempre le suele acompañar un perro inclusero, desgarbado y de pelaje raído por las largas siestas sobre las aceras de Berlín, sino que era un «ángel». Sí, tal y como lo digo, un hermoso ángel de un endemoniado atractivo físico. Y si aquel precioso ángel excitó mi imaginación sin duda fue porque no tengo ni el menor indicio de homosexualidad, todo lo contrario, pero es un poco embarazoso entrar en más detalles.

El ángel que observé en realidad era una mujer de unos veinte años, o tal vez más joven. Digo que era un ángel porque tenía dos pequeñas alas blancas sujetadas a la espalda completamente desnuda. Vestía una especie de túnica azul ceñida escasa por todas partes por donde se mirase, supongo que poco angelical, que apenas le cubría una ridícula parte de su hermoso cuerpo. ¿Qué hacía en el semáforo con sus pequeñas alas blancas? Nada del otro mundo, sobre todo para ser un ángel. Se ganaba la vida alegrando la vista a los conductores y lanzando dos bolos al aire, que recogía con bastante precisión después de que hicieran varias piruetas en el aire. Pero lo fascinante de su breve y sencillo espectáculo no era sin duda ni su habilidad para lanzar los bolos, ni sus pequeñas alas blancas, sino ella misma. El espectáculo era su cuerpo, capaz de dilatar las pupilas de cualquier hombre sin rastros de homosexualidad, o de una lesbiana, claro está, y de desbocar la imaginación con fantasías eróticas inevitables e inconfesables, sobre todo si los conductores estaban acompañados de sus respectivas esposas, pero no en mi caso, solo y conduciendo una bicicleta. Así es que dejé que mi imaginación se desbocara, porque no soportaría reconocer que he dejado de tener imaginación.

Si llevaba aquellas pequeñas alas sin duda que era para contrarrestar el endemoniado atractivo de su joven cuerpo, porque ella se diría a sí misma: «¡Eh, eh; a pesar de las apariencias soy un ángel!». Sin duda que este sencillo espectáculo callejero sería causa suficiente para una condena por lapidación en alguna cultura religiosa integrista. Pero afortunadamente en Berlín no pasan esas cosas. La verdad es que la chica era verdaderamente un ángel, porque los ángeles pueden presentarse transfigurados de diversas formas, y una de ellas es con el hermoso cuerpo de una joven lanzadora de bolos, entreteniendo a los agobiados conductores en un semáforo del Tiergarten. ¿Por qué no? Por mi experiencia de observador convulsivo me he dado cuenta de que en general la mayoría de las mujeres jóvenes de esta ciudad podía ir por ahí con dos alas de ángel en las espaldas, porque casi todas las que he conocido, de las más diversas razas de este agobiado planeta, me han parecido realmente angelicales. El mundo sería un funeral sin su alegría, su fresca imaginación y su espontánea naturalidad, como lo demuestra el hecho de que esta encantadora criatura llevaba dos alas de ángel con la misma naturalidad que si fueran propias. Por eso decía que me apasiona observar a la gente cuando se ven cosas como éstas, y de paso prueba, creo yo, mi teoría sobre mi masculinidad, sea para bien o para mal.

Con esto ya he dicho casi todo sobre mí. Claro que siempre hay cosas personales que son inconfesables. No creo que haya un solo ser humano que no oculte algo vergonzoso de su pasado, como haber torturado a un pobre animal indefenso, así como asuntos familiares indecentes o violentos que son inconfesables, incluso para uno mismo. Pienso que en nuestro ordenado y civilizado mundo occidental, rara es la mujer que no ha sido de alguna manera abusada, y raro es el hombre que ya adolescente no haya abusado alguna vez de alguna niña, o de otra adolescente, pero también, siendo ya adulto, de una mujer, sobre todo dentro del matrimonio. Pero estos son temas muy delicados, que como digo, son inconfesables públicamente. Uno no suele decir en sus autobiografías cosas como que de niños una vez jugando a médicos engañamos a una inocente criatura para que nos mostrara su sexo; o que las manoseábamos más de lo debido en el juego de la gallinita ciega, etc. Pero son cosas que no se olvidan, no porque estuvieran mal, sino porque nos habían hecho creer que estaban mal, que es muy distinto. Eran cosas naturales e inocentes, pero los dichosos curas que nos daban la catequesis nos hicieron creer que lo peor y más pecaminoso de la naturaleza humana estaba en la natural atracción sexual, es decir, en el erotismo. Claro que muchos de ellos tenían sus amantes, y algunos no respetaban ni edad ni sexo. Pero nadie decía nada, sólo sucedía que de vez en cuando tal o cual párroco habían sido trasladados a otra parroquia, y eso era todo.

Por esta razón, ya bastante crecido, he tenido de recomponer mi moralidad, sobre todo la relacionada con la sexualidad, y he conseguido librarme de la sensación de culpa por tener pene, hasta el extremo de que los veranos que pasaba en España solía frecuentar playas donde era tolerado el nudismo. Desde entonces controlo mi imaginación y sólo permito que se altere cuando las condiciones son favorables, como por ejemplo en el caso del ángel, pero nunca cuando estoy ante la presencia de un cuerpo desnudo al natural, sin que haya motivo para creer que se trata de una provocación. Por esa razón, disfruto de su belleza, así sin más, por el puro placer estético y me encantan los desnudos femeninos.






















4. ¡Berlín ya no es lo que era!




























Quienes hayan conocido la Alemania de los años 70 y la actual habrán notado una importante transformación en los hábitos personales y sociales de esta gente. Supongo yo que después de haber veraneado varias generaciones en Italia o en España algo de nosotros se les habrá pegado.

Por ejemplo antes en las mesas alemanas era común la col con salsa ácida (Sauerkraut) y el entrecot de cerdo empanado, acompañado de ¡una taza de café negro! Ahora los platos más populares son las pizzas y las ensaladas aliñadas con abundante aceite de oliva, y regadas con un aceptable tinto de buena crianza.

Antes a partir de las 6 de la tarde no era posible comprar una barra de pan. Ahora no hay prisa para hacer la compra del día, porque la mayoría de los supermercados cierran a las 10 de la noche y el surtido de alimentos es enorme. Hoy un español en Berlín puede seguir comiendo sus habituales bocadillos de jamón, chorizo de Pamplona, o lomo embuchado. Incluso hay pan rústico y de chapata.

En aquellos años para tomarse una cerveza había que ir a un «Kneipe»; bares que tenían visillos en las ventanas, manteles en las mesas, con rosquillas saladas para acompañar las monumentales jarras de cerveza, y servidos por una camarera seria con aspecto de enfermera, con delantal blanco, y, en algunos casos, hasta cofia. Allí se bebía mucho y casi en secreto, y era frecuente ver muchos borrachos los fines de semana tambaleándose por las aceras.

Hoy los alemanes frecuentan a diario cafés y restaurantes de todos los estilos y nacionalidades, con terrazas al aire libre, incluso en invierno, y están tan concurridos que es mejor reservar mesa con anticipación. Beben más vino, y las roscas saladas sólo se ven en las pausas de la Ópera y el teatro para acompañar la tradicional copa de cava. Al menos en mi barrio los fines de semana ya no se ven borrachos.

En esta década los empleados se llevaban la comida al trabajo en una fiambrera, y constaba de varios bocadillos de pan moreno, untados con mantequilla y rellenos de salami y otros embutidos de cerdo por el estilo, además del termo con café negro. Hoy comen un «plato del día» (Mittagessen Dish) por 6 ó 7 euros en el «bar de la esquina», a base de pasta, ensaladas y tal vez algo de pollo o pescado.

En los 70 los fines de semana la mayoría de las familias cogían su «escarabajo» y se iban a un «Biergarten» (Jardín de cerveza) de las afueras, y pasaban el rato bebiendo cerveza y comiendo salchichas asadas o entrecots empanados hasta que se cansaban, y regresaban a casa. Hoy cada uno va por su lado, y cada cual hace lo que le viene en gana. Pero el pasatiempo favorito es cenar con los amigos en un restaurante con «buen ambiente».

En cuanto a los gustos musicales, no había hogar sin su tocadiscos y su par de docenas de discos de «Schlager», una especie de «Country» del Tirol, a varias voces, con resonancias de eco montañés. Ahora les apasiona la música «Techno», ¡y hasta han ganado el último Festival de Eurovisión con una canción pop! No obstante, es justo decir que el «Schlager» sigue siendo muy popular, sobre todo en la televisión. Pero algo no ha cambiado en Alemania en todos estos años y que es sin duda la clave para entender su rápida recuperación económica a pesar de su creciente «latinización»: su amor por las ideas (más bien «Konzepte»), y su pasión histórica por la técnica.

Los alemanes no dan un paso si no tienen claro cuál es el «Konzept», o la idea que quieren desarrollar. Hay en mi barrio una tienda de bicis que se llama «Konzept Fahrrad» (Concepto Bici), que lo dice todo. Son incapaces de hacer algo por un simple impulso. Viven rodeados de «conceptos».

Por ejemplo, en mi súper hay unos sobres de ensalada «conceptual», con su poco de todo y hasta germinados. Los medios pollos asados no se venden así sin más, sino de forma conceptual, envasados en bolsas de plástico rígido y resistente, son su asa para llevarlos cómodamente a casa sin pringarse. Y así todo.

En mi opinión los alemanes no trabajan más que los españoles, pero gracias a su rigurosa mentalidad «conceptual» trabajan «mejor» y, por tanto, con mayor rendimiento económico.

En cuanto a la técnica, para un alemán un Mercedes, un Audi o un Porche no son simples coches, sino algo así como la expresión más refinada, elegante y hasta podríamos decir «humanizada» de su gusto por las máquinas bien diseñadas. Pero no sólo de los mecanismos sino también del diseño, ya que ambas cosas forman parte del «Konzept».

Aunque parezca una exageración, creo que el gusto por la técnica es posiblemente la más genuina expresión del carácter alemán. De ahí el prestigio internacional de todo lo que lleva la etiqueta «Made in Germany». Puede decirse que el primer «ordenador», base de la actual revolución digital, fue construido por un alemán, Wilhelm Schickard,







5. Algunas claves sobre la Alemania nazi




























Vivo en Berlín desde hace más de siete años. En todo este tiempo no he tenido el menor enfrentamiento, discusión o incluso malentendido con ningún alemán, todo lo contrario: siempre me han tratado con educación, respeto y simpatía. Incluso un vecino me regaló una botella de vino sólo porque le ayudé a reparar su bicicleta. Por esta razón cada vez me siento más cerca de los valores de esta nación y comparto con ellos su rica y creativa historia. También por esta razón me pregunto por las razones que les llevaron a la incompresible experiencia nazi.

Imagínense lo que debe suponer para un alemán ver una película americana de los años 60, donde unos pocos americanos «buenos», metralleta en mano, liquidan a decenas de alemanes «malos», porque en estas películas no hacían concesiones: hasta los niños alemanes eran «nazis».

El tema sigue siendo difícil de entender. Los alemanes de la posguerra ven esa experiencia como «la Alemania nazi», que no es la Alemania real, la de Beethoven, Schiller o Goethe. Fue una Alemania enferma y debilitada, abducida por un demente y su cuadrilla de pistoleros. Pero ¿por qué los norteamericanos en semejantes circunstancias eligieron a Roosevelt, y siguieron creyendo en la democracia? ¿Dónde estaban los social-demócratas alemanes? ¡Ésa es la cuestión, y lo incompresible de esta corta pero terrible etapa de su historia! Es tan injustificable que no pasa día sin que alguna cadena de televisión programe algún tema relacionado, y ahí está una y otra vez la imagen de aquel loco de Hitler, para que no se olviden de su discurso populista, patriotero y belicista.

Tal vez movido por el afecto que inevitablemente estoy sintiendo por este pueblo, me he propuesto encontrar una «razonable explicación» a lo que me parece una soberana contradicción, pues estoy convencido de que los alemanes hoy por hoy son el pueblo menos «nazi» del mundo. Yo percibo la Alemania que debió ser durante los siglos XVII y XVIII y no veo más que una burguesía bien educada, estricta, sistemática, respetuosa con las normas de todo tipo que ellos mismos se han impuesto para una convivencia ordenada, pero sin llegar al extremo de «ahogar la creatividad e iniciativa personal», lo que en la práctica se traduce en una sociedad «inteligente y creativa» fundamentada sobre el orden, pero sin caer en el totalitarismo. Tengo la impresión de que ésta es la «Alemania clásica», por lo que me pregunto cómo pudo suceder el fenómeno tan anormal como el «nacionalsocialismo».

No voy a retroceder más allá de la República de Weimar, es decir, el momento en que a la vista de las desastrosas consecuencias de una guerra promovida por la aristocracia, el país decide proclamar la República y pasar una fundamental página de su historia. La República nace, no obstante, traumatizada por los sucesos previos, con la ejecución de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, cuyo lugar del canal donde fue arroja suelo visitar con bastante frecuencia.

Son los albores de los «locos años 20», teledirigidos desde los Estados Unidos, una especie de «globalización prematura» en que se exigía el final del «mercantilismo» causante en parte de la Primera Guerra Mundial. No sé mucho de este periodo histórico, pero parece evidente que se dan dos fenómenos simultáneamente: por un lado las dificultades de Alemania para hacer frente a las pendientes reparaciones de guerra, por otro el «egoísmo» de los vencedores de no proporcionar a Alemania espacio para respirar por sí misma. El resultado es que para sobrevivir Alemania necesita «liberalizar» su economía hasta extremos peligrosos, en una clara dependencia de sus clientes a los que debe dinero y está obligada a comerciar con sus reglas y de acuerdo a sus intereses, sobre todo en el sector financiero (esta situación vuelve a repetirse actualmente).

En estas circunstancias sucede el «crac» financiero de la Bolsa de Nueva York de 1929. Alemania, fuertemente dependiente de la economía norteamericana, se queda sin liquidez y tiene que imprimir dinero inflacionario (la crisis actual de las hipotecas en USA tiene muchas similitudes). Pero la crisis lejos de solucionarse, se agrava y la inflación entra en una espiral imparable hasta alcanzar cifras astronómicas, haciendo inviable su economía. Es a partir de aquí donde empieza el «fenómeno nazi» y en mi opinión debe dividirse en dos etapas: desde 1929 hasta la invasión de Polonia, en 1939, el mismo año del final de nuestra guerra; y desde 1939 hasta la derrota de la Alemania nazi y el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945.

Durante la primera etapa la ascensión de Hitler es vista por la Europa liberal como el «tipo del bigotillo que está sacando a Alemania del pozo y sin que nos cueste una libra». Es decir, en un primer momento lejos de censurar el «nacionalsocialismo» empieza a cundir la idea de que después de todo es un «socialismo sin libertad», pero capaz de recuperar Alemania, hacerle pagar sus deudas, y comerciar de nuevo comprándole sus máquinas, química, e incluso armamento, pues el marco vuelve a tener una cotización estable, la industria se rehace y, en general, se produce un auténtico «primer milagro alemán» (el segundo es el de los años 60). ¡Hitler es un buen negocio para Europa!

Tan buen negocio que media Europa, afectada de una u otra manera por la misma crisis, puede decirse que «simpatizaba» con el «nacionalsocialismo» alemán y con el fascismo italiano de Mussolini. Buena parte de la aristocracia inglesa era filo-germana. La derecha francesa también era filo-germana. En España muchos eran ya filo-germanos, incluso entre la intelectualidad republicana.

Hitler es un politiquillo de tres al cuarto que se apunta al único partido que admite gente tan mediocre como él, cuyo slogan es «Arriba Alemania, por las buenas o por las malas». Primero actuar y después pensar. Este partidillo no hubiera progresado sin el apoyo de empresarios y financieros desesperados por la situación en busca de un revulsivo y de gente capaz de poner orden en el Parlamento... ¡disolviéndolo! Por tanto, en un primer momento está «dirigido desde fuera». Hace su trabajo y recibe la recompensa en base a «resultados».

A Europa no le preocupa que Hitler disuelva el «Reichstag» y hasta que le pegue fuego, lo que le importa son los negocios y estos no se ven afectados. Sólo que tiene que «transigir» en el rearme de Alemania.

En esta primera fase el pueblo alemán comete su gran error político histórico fundamental: permitir a Hitler que disolviera el Parlamento. ¿Por qué lo hizo? La social democracia estaba desmoralizada y desorganizada. No había sido capaz de sacar de la crisis el país y para colmo se había deslegitimado con pactos «contra natura» para un partido de izquierdas para soportar la Primera Guerra mundial, y, para colmo, estaba el oscuro asunto de la represión «espartaquista». En fin, que no estaba en condiciones de enfrentarse al arrollador empuje de Hitler, su partido y la «retaguardia financiera e industrial que lo apoyaba».

En 1939 Europa descubre que la vaca alemana es en realidad un auténtico toro de lidia y reacciona echando mano de grandes argumentos patrióticos y democráticos, como el trasmitido por Churchill por la BBC: «Nada tengo que ofrecer, salvo privaciones, sangre, sudor y lágrimas...». ¡Tal vez se las hubieran podido evitar si los conservadores británicos hubieran sido más activos en sus convicciones democráticas! Ahora viene la segunda parte de este auténtico drama histórico de Europa.

Si bien Hitler fue un muñeco de feria en manos de financieros e industriales, Hitler, Goebbels y un grupo de militares y civiles encuadrados en la SS, ya desde 1933 empezaron a planear una estrategia de toma del poder en toda Europa de acuerdo a dos ideas fundamentales: supremacía militar y política, con la creación de un «súper partido multifacético», que incluyera una burocracia inexpugnable y el dominio y control de todos los medios de comunicación disponible en la época.

Durante la primera etapa creo que el pueblo alemán no llegó a ser plenamente consciente de los propósitos del partido que apoyaba, del que sólo veía buenos resultados en todos los aspectos sociales posibles. Lo que ocurrió en 1939 fue un giro total de la situación: el partido nazi «dio un verdadero golpe de Estado» y tomó como rehenes a los 60 millones (¿?) de alemanes que le habían apoyado. Se libró de sus mentores y comenzó su propia obra de dominio según la mente enferma de sus líderes. Entonces debió ser cuando el pueblo alemán despertó del sueño «nacionalsocialista» y se encontró con una «pesadilla». Entonces debió comprender su dramática situación, cuya causa estuvo en ese error fundamental de permitir la supresión de la democracia parlamentaria nacida en la república de Weimar. ¡Pero ya era demasiado tarde!

Los militares de la SS sabían que la guerra sería un paseo militar triunfal y sólo les quedaba la duda del Reino Unido y de Rusia, la primera por la dificultad de trasladar un ejército a través del canal y la segunda por las distancias y la ausencia de buenas vías de comunicación. España no hacía falta invadirla porque «ya era de los suyos». Sería el postre tras la victoria: la guinda del pastel, pues obviamente aspiraba a reemplazar a los británicos en el control del estrecho de Gibraltar.

También sabían que los Estados Unidos no se volverían a movilizar por la «vieja Europa», salvo si eran invadidos sus primos los ingleses. De ahí el interés por «vencer a Inglaterra sin guerra», y convencerla de su inferioridad militar e inutilidad de un enfrentamiento, pero Inglaterra no cedió a la presión y combatió.

En resumen: Hitler fue una obra de la Europa liberal e inconsciente de su tiempo. El pueblo alemán fue víctima de sus propios anhelos de paz y estabilidad, por lo que el «fenómeno Hitler» no debe ser atribuido exclusivamente a ellos. Su error creo que está totalmente asumido, y ellos son los primeros interesados en que algo así no pueda volver a suceder, y lo pusieron en práctica apenas dejaron de caer las bombas aliadas sobre sus arrasadas ciudades. Sufrimiento y frustración que exculpa su error en nuestros días. Por eso decía que Alemania, hoy por hoy, debe ser el país menos nazi de este mundo. Al menos esa es mi impresión.


















































































6. Mi pelea con el alemán































Este breve artículo va dirigido para aquellos que por la razón que sea, que mejor no quiero saber, estén pensando en aprender alemán. La intención es prevenirles de que según como se lo tomen el intento puede acabar en tragedia. Espero que mi propia experiencia, sumada a mi avanzada edad, más mi sentido común, adquirido hace apenas un par de años, sean suficientes referencias para que se tomen en serio mis consejos.

El alemán es una lengua algo rara, pero hay muchas otras lenguas también raras, incluso más, pues las hay que no tienen ni abecedario, y por eso nadie se alarma. Quiero decir que «se puede aprender» sin que uno corra ningún peligro. Pero hay que tomar precauciones.

Las tres dificultades fundamentales son por este orden: Primero: No encontrará apenas voces «familiares», como «Información, Región o Nación», porque el vocabulario es de otra familia lingüística, así es que le tocará aprender cientos de palabras nuevas, que ni por lo más remoto le recordarán alguna similar al castellano. Segundo: tendrá que acordarse de cuando declinaba en latín, si ha estudiado latín, porque lo alemanes no se han tomado la molestia de suprimirlas, como hicieron sus primos los ingleses. Tercero: tendrá que acostumbrarse a pensar al «revés» de cómo pensaba hasta ahora, ¡y eso es lo más complicado!

Por ejemplo, hagamos esta frase española al estilo alemán: «La vecina de cuarto, la que esta medio sorda, tomates de los más baratos, peras que dan pena verlas, las peores verduras, y eso que dicen que tiene dinero, alguna cabeza y medio kilo de cebollas… (¿y ahora que viene?, ¡ah, sí; el verbo!), comprar quería». ¿Lo ven? De eso deseaba hablarles.

Este es el tipo de ejercicios que usted tendrá que hacer en sus clases de alemán. Al principio usted se negará en redondo a hablar de forma tan rara y es probable que saque su billete de vuelta a España, porque este idioma no va con su carácter.

Si supera esta primera crisis y sigue adelante, le esperan penalidades difíciles de explicar. Su mente tendrá que volverse reversible, como las cazadoras de los años setenta. Llegará un punto es que no sabrá donde tiene la mano derecha, pero cuando por fin se de cuenta de que la mano derecha en alemán es, en realidad, la izquierda, habrá superado la crisis y podrá seguir adelante. Lo mejor es buscar un «tamden-partner» poniendo anuncios en las universidades. Le contestarán unos cuantos, pero no acudirá ninguno. Así es que se lo tiene que guisar y comer usted solito.

Como yo ya he pasado por todo esto le explico cuál fue mi sistema una vez superada la crisis intermedia y ser capaz de dar mis primeros pasos yo solito. Mi primer libro de lectura fue un cuento infantil para niños entre 4 a 6 años, de más edad no los entendía. Así puede enterarme de todas las clases de ángeles de la guarda que se mueven por Alemania.

Pero la historia que más me interesó fue precisamente la de la manera en que surgió la idea de los ángeles custodios. Por chiripa un angelito con mal oído para la música y poca maña para el arpa, salvó a un niño. Entonces le dijo a San Pedro: «¿No sería más práctico dedicarnos a cuidar de los niños en lugar de pasarnos el día de nube en nube cantando y tocando el arpa alegremente?». «¡Humm!», dijo San Pedro, «¡Buena idea!». Y así fue como se inventaron. De no haber sido por mi empeño en aprender alemán nunca lo hubiera sabido.

Al principio uno piensa que como el idioma de uno no hay nada, y que el alemán suena fatal, se escribe fatal y se lee peor. Es decir, que menos mal que a Goethe lo hemos traducido al castellano, ¡porque en alemán suena fatal! Ese es el tipo de perjuicio que hay que desterrar lo antes posible, porque cuando sea capaz leer en alemán se le caerá la cara de vergüenza, al ver lo asombrosamente expresivo que es este idioma.

Y ahora les doy el último y definitivo consejo. Para librarse de este estereotipo sobre la «dureza» del alemán porque tiene muchas palabras con «k» de kilo, la «s» se suele sustituir por la «z» y muchas frases acaban en «ten», como «Tomaten», les sugiero que compren la edición más barata que encuentren de «El Principito» (Der klein Prinz«) y se lo lean tranquila y relajadamente.

Entonces se dará usted cuenta de que está leyendo en una lengua tan capaz como la suya propia de emocionarle, tal como le emocionó la lectura de este breve libro, en cualquier idioma que lo haya leído, porque la sensibilidad de un idioma no depende de sus signos ortográficos ni de su estructura gramatical, sino de las sensibilidad de los autores que las utilizan. A mí sólo me falta leer la versión en sánscrito, las demás creo que las he leído todas, ¡y ahora también en alemán!

Espero que le hayan servido estos breves consejos. «Mit Freundilischen Grüßen aus Berlin», un superviviente de las clases de alemán.

No puedo dejarles sin una muestra del sabor del alemán en un breve y divertido poema de George Weerth (1822-1856), que me he permitido traducir en versión libre, pues, como digo, el alemán es algo raro y no se deja traducir así sin más, y hay que hacer algunos retoques.




Hungerlied




Verehrter Herr und König,

weiß du die schlimme Geschichte?

Am Montag aßen wir wenig,

Und am Dienstag aßen wir nicht.




Und am Mittwoch mußten wir darben,

Und am Donnerstag litten wir Not;

Und auch, am Freitag starben,

Wir fast den Hungertod!




Drum laß am Samstag backen,

Das Brot, fein säuberlich -

Sonst werden wir Sonntag packen,

Und fressen, o König, dich!




Canción del hambriento




Estimado señor y rey,

¿Conoces esta terrible historia?

El lunes comimos poco,

Y el martes no comimos nada.




Y el miércoles tuvimos que ayunar,

Y el jueves nos vimos en la penuria;

Y también el viernes nos abstuvimos

¡Que casi de hambre morimos!




Por eso el sábado cocimos pan

con todo esmero del mundo,

Si no el domingo no comeríamos

¡Y te devoraríamos, oh rey, a ti!




¡Divertido!, ¿no?














































7. La muerte del cisne y otras soledades




























No quiero hablar del gran ballet de Tchaikovsky sino de una noticia real: la hembra de cisne del lago del parque de Leitzensee, en el Westend de Berlín, ha muerto. Lo supe ayer domingo, cuando paseando por él me llamó la atención que el cisne macho estuviera solo, cuando por estas fechas no se apartaba de su hembra ni un instante.

La lamentable noticia me la proporcionó una anciana que caminada con ayuda de muletas y estaba hablando con el cisne macho, quien a pasar de todo parecía que sentía el vigor de la primavera y mostraba su arrogante pose con las alas huecas y curvadas, que tanto impresionó al propio Tchaikovsky. Al parecer la hembra debió morir de alguna infección que puede tener relación con la mala calidad del agua de este estanque. Según la buena mujer, el macho estuvo varios días velando el cuerpo de su compañera tratando inútilmente de reanimarla, hasta que los responsables del parque se dieron cuenta de la desgracia y retiraron el cadáver. Por cierto que esta pareja fueron los protagonistas de magnífico reportaje sobre los cisnes de la televisión local de Berlín y aún me acuerdo de ella.

Los cisnes son monógamos, fieles de por vida y tremendamente celosos, además de extremadamente territoriales, pero son unos excelentes compañeros y padres protectores. No son muy inteligentes, pues he visto por la pareja del parque del Palacio de Charlotemburgo, que afortunadamente está vivos y ya encubando los huevos de esta temporada, que la hembra no tiene mucha habilidad para hacer el nido, algo destartalado y chapucero.

Como padres son muy severos con las crías. Mientras son jóvenes, entre mayo y noviembre, en que los «patitos feos» siguen siendo bastante feos, los toleran, pero a partir de enero los presionan para que se busquen la vida por otras aguas. La mayoría emigran al Wannsee, un pequeño mar, como lo llaman aquí, en la confluencia del río Havel con el Spree, donde reside una colonia de machos jóvenes de entre 30 a 50 ejemplares, supongo que habrá también alguna hembra, pero éstas se buscan su propio territorio de anidación, en compañía siempre de un macho. En marzo suele quedar alguna cría hembra junto a la familia, pero cuando la mamá cisne empieza a acondicionar el nido se vuelve intolerantes, y presionan a las crías remisas para que abandonen el lago, pues no quieren ver por ahí merodeando ni a su propia descendencia cuando en mayo nazcan los nuevos polluelos.

La labor de la madre es mostrar a las crías, que no cesan de piar ni un momento, todo aquello que sirve de alimento, y sienten debilidad por los brotes de hierba fresca y lo que encuentran en los fondo del lago, que remueven con las patas haciendo como si bailaran, lo que divierte a los turistas. La misión del padre es evitar que alguien se acerque a menos de un metro a las crías, y desde luego, pelearse a muerte si otro cisne osa entrar en sus aguas territoriales. Mantienen una ambigua relación con los turistas, pues jamás permiten que estos se tomen demasiadas confianzas, y cuando se enfadan los persiguen entre bufidos y picotazos, que por suerte no hacen mucho daño. Los perros los temen.

No hay espectáculo más desolador que un cisne macho solitario en primavera en su estanque. Lo veo navegar ceremonioso por su lago, ahuecando las alas, como si estuviera recorriendo los lugares felices de otro tiempo, que ya no volverán; como si soñara con los días de responsable paternidad, tras sus vivaces polluelos, orgullo de su fuerza, elegancia y hermosura, incapaz de comprender la tragedia de la muerte.

Dice la anciana que si navega con las alas huecas es para llamar la atención de alguna hembra que pudiera sobrevolar el lago, porque como macho territorial morirá solitario, pero no saldrá del lago e irá él mismo en busca de una nueva hembra. Las posibilidades de que vuelva a emparejarse de forma natural son remotas.

Esta primavera no habrá polluelos de cisne en el parque y no alegrarán a sus habituales visitantes. Los niños perderán una de sus más queridas imágenes, tan familiares para ellos, pues por sentido generacional sienten pasión por las crías de todos los animales. La anciana que me dio la noticia parecía bastante afectada, pues dar de comer a los polluelos debía ser una buena razón para aventurarse con sus muletas y darse su vueltecita diaria por el parque. En fin, que este año no habrá primavera en el lago del parque.

No se por qué pero la imagen de este cisne solitario me recuerda a la de muchos berlineses y berlinesas, que se han hecho también bastante territoriales y por tanto solitarios, y pese a caminar con las alas huecas andan esta primavera tan solitarios como el pobre cisne del lago del Westend, montados en sus bicis, corriendo con sus walkmans, paseando sus perros o, simplemente, dándose una vuelta por el parque interesándose por los cisnes del lago, como es mi propio caso. Berlín es una ciudad amable pero algo esteparia y desdichada, como un lago sin polluelos de cisne en primavera.


















































































8. Los animales «salvajes» de Berlín




























Con un poco de suerte y paciencia en Berlín no es necesario ir al Zoo para ver algún que otro animal «salvaje», y lo entrecomillo porque muchos toleran la presencia del ser humano y vienen a comer de la mano.

Las más divertidas y descaradas son las ardillas rojas de los parques, que se han convertido en verdaderos espectáculos públicos, sobre todo para los asombrados niños y los turistas, y ya somos muchos los que nos hemos habituado a las nueces y las avellanas, sólo por tener algo para darles de comer.

No importa a qué hora del día vayamos al parque porque ellas están siempre dispuestas a correr a nuestro encuentro en busca de su ración de nuez o avellana. Yo creo que a mí ya me conocen y hasta entienden algo de castellano. Si no tienen hambre corren a enterrarla las nueces en cualquier sitio, para cuando nos olvidemos de ellas, y vuelven a por más.

Por esta razón tienen un excelente olfato, pero son algo cegatas. Es fácil que te muerdan un dedo confundiéndolo con una avellana. Si están hambrientas se vuelven algo agresivas, y trepan por los pantalones clavándote sus finísimas uñas y meten el hocico en la bolsa sin esperar a que se lo ofrezcas. Son tan descaradas que una vez que consiguen la nuez se la comen tranquilamente subidos en tu pierna o en la palma de la mano. La verdad es que no estoy seguro de si es conveniente que les permitamos tantas familiaridades. ¡Después de todo son animales salvajes!

Además de las ardillas, es fácil encontrarse con una pareja de zorros merodeando por los jardines vecinales, pero estos mantienen las distancias. Yo he localizado una madriguera dentro del recinto ajardinado de un edificio oficial que no tiene acceso público, y los he seguido con la bici recorriendo varias manzanas. Por las noches emiten unos ladridos agudos y lastimosos estremecedores.

A la puesta del sol cientos de conejos, adultos y gazapos, salen de sus madrigueras a ramonear tranquilamente en los parques y jardines de las viviendas. En el «Tiergarten» (Jardín de animales) se les puede ver en todos los parterres, cruzando los senderos o peleándose entre ellos por cuestiones de territorialidad.

Si quiere ver jabalís salvajes con su retahíla de jabatos rayones sólo tiene que ir al Grunewald, un bosquecillo próximo a Berlín, y con poco de suerte los verá. En realidad los jabalís se están convirtiendo en una plaga en toda Alemania

Entre los pájaros, los herrerillos abundan por todos los parques y jardines, y en algunos también vienen a comer a la mano, que por cierto les encantan las nueces como a las ardillas. No es necesario que los busquemos porque ellos te encuentran, basta con extender la mano para que acudan. Si tienen hambre acuden en tropel y, curiosamente, se bufan entre ellos como si fueran gatos.

Las aves que más proliferan son los gorriones comunes, que forman verdaderas bandadas de cientos de ellos. La razón es que apenas llegan los primeros fríos, los berlineses los alimentan colgando de los matorrales que frecuentan bolas de simientes. Además suelen instalar en los balcones comederos, pensando sobre todo en los herrerillos.

Los pájaros mejor adaptados son los cuervos grises, una especie propia de estas latitudes, que se han especializado en rebuscar en las papeleras y desenvolver con su pico todo lo que esté envuelto para desesperación de los barrenderos. También entierran comida si no tienen hambre.

Los mirlos son los más trasnochadores y buscan lombrices en los jardines de las casas hasta que no hay luz diurna. Son territoriales y fieles moradores de un mismo jardín de por vida. Yo ya conozco a los de mi jardín.

En los parques con estanques suele haber una pareja de grullas, que pescan con su técnica de permanecer inmóviles durante horas, hasta que algún pez se pone a su alcance, entonces les lanzan un picotazo certero, pero yo sólo las he visto pescar en una ocasión.

También suele haber una pareja de cisnes que crían entre 4 y 8 polluelos cada temporada. Hacia marzo las crías abandonan los padres y se buscan sus propios territorios de anidación. Por supuesto que hay patos y fochas comunes, que no paran de pelearse entre ellas.

También de vez en cuando nos invaden bandadas de estorninos, pero tras picotear en los jardines de las casas, desaparecen tal y como han venido.

En varias ocasiones he visto algún halcón peregrino merodear por los tejados o en la espesura de los parques, y he temido por las confiadas ardillas, pero sus presas deben ser los ratoncillos de campo, que también abundan.

Otras aves esporádicas son los gansos, que pueden verse por parejas junto a los estanques, o en las orillas del río Spree o Havel. A mediados de octubre se les ve volando en formación sobre el cielo de Berlín, en su migración anual, hacia Doñana, supongo yo.

Por cierto que las aves del barrio tiene desde hace años una fiel benefactora, y los patos y los cisnes del río ya deben conocerla como yo conozco a mi cartera. Es una mujer menuda y nerviosa, también debe ser muy introvertida porque, haga sol, llueva o nieve siempre lleva gafas de sol y se cubre con un gran sobrero de tela con amplias alas, como si pretendiera que esas dos pequeñas prendas la ocultaran de la gente. La conozco desde el mismo día que llegué a este barrio, hace ya casi ocho años, pero nunca hemos intercambiado ni una palabra, ni siquiera un saludo por simple urbanidad. Debe ser del barrio, pero no vive en mi vecindario.

Por alguna razón que trato de entender se ha dado a sí misma la obligación diaria de alimentar a las aves del barrio, incluyendo a las acuáticas del río. Parece que no tiene predilección por ninguna en especial. Lleva siempre una mochila y dos grandes bolsas de plástico, cargadas con pan desmigado, más menudo para los gorriones que para los pájaros más grandes. Siempre sigue una misma ruta determinada y prácticamente esparce las migas de pan en los mismos lugares, por lo que las aves saben cuándo y dónde deben acudir para alimentarse.

Otro «animal» muy común en Berlín son las abejas. Lo sé porque yo en mi balcón tengo plantas de lavanda, y cuando florecen acuden las abejas a libar. ¿De dónde provienen? Aunque les choque, muchos berlineses tienen colmenas en sus balcones y terrazas y producen su propia miel, porque las abejas berlinesas no son tan bravas como las españolas, y rara vez pican.

Por último comentar que no sería extraño encontrarnos con algún lobo en las zonas boscosas cercanas a Berlín, pues se está produciendo una constante migración de lobos provenientes de Polonia, que ya se han extendido prácticamente por toda Alemania.








































9. ¡Sin novedad en la gran ciudad, mi General!




























Decía que me gusta la gente; me gusta verla y observarla. Pero que no sepan que les estoy fotografiando con mi súper cámara digital de 1,3 mil millones de píxeles, inventada en tiempos del Génesis, porque Dios, antes de nada, inventó la fotografía, pensando en que algún día existirían los japoneses, y pese que en su mayoría no son cristianos, todos debemos tener un Dios común; el de la fotografía.

Cada gente de Berlín, así sin entrar ahora en detalles, tiene algo que en términos vulgares se dice «un mundo», y cada mundo contiene tal diversidad de matices, sentimientos y emociones que uno no puede evitar pararse y observar. Para ser escritor hay que fotografiar a la gente casi sin darnos cuenta, con la cámara celestial claro, como he dicho antes, y al llegar a casa hay que revelar el carrete, bien sea en un trozo de papel más o menos rectangular o en la memoria prodigiosa de un ordenador (siempre que sepamos como guardar lo escrito). Si se quiere ser escritor y se carece, a) de cámara celestial, o b) de laboratorio personal, estamos sinceramente perdiendo el tiempo. Perder el tiempo es hacer algo para lo que no servimos, y ganarlo es hacer lo que sea pero para lo que servimos.

Pues bien, yo no sé si sirvo para escritor pero es lo único que me interesa. Por eso hoy me he dado cuenta de algo fundamental: esta gran ciudad padece de una terrible enfermedad de normalidad contagiosa. Yo me he contagiado, por eso cada vez soy más normal y hago lo que se espera que haga siendo una persona normal. Lo digo por lo que he visto esta misma tarde, entre la popular zona de estación de tren del Zoo (Zoologischengarten Bahnhof) y la librería Hugendubel, que está justo al otro lado de la plaza. Veamos:

Una americana de Kentuky, de vacaciones en Berlín, canta en la explanada de la iglesia como siempre baladas country, a lo Joan Baez, y tienen pecas. Normal.

Las gitanas rumanas de la etnia roma van por ahí con sus hijos ajenos, dándonos a leer un papel con una prodigioso relato de desgracias personales. Normal.

El matrimonio de Spandau, de clase media baja, pasea con su 1,37 hijo (s), que les toca por estadística. Normal.

La peluquera del salón se coloca por trigesimoquincuajésima vez el mechón rojo detrás de la oreja, pero no hay manera que se lo sujete con una horquilla, como hacía mi abuela (que descansa, y pese a su mal genio, espero que sea en paz). Normal.

El montador-electricista de la Siemens, que «plega» a las cinco, anda ya con su BMW de los años 70, amarillo por supuesto, con el estéreo a tope, y la música no es desde luego de Bach. Normal.

El parado de larga duración, con corbata amarilla, que por lógica tiene que pasar los 50, anda ya medio borracho, pero ni se le nota, porque no quiere que nadie se entere de lo que lleva impreso en la frente «Pa-ra-do-de-lar-ga-du-ra-ción», «blick, blick...» (letrero intermitente y perfectamente visible). Normal.

La empleada de Nokia, en el departamento de marketing juvenil, se está probando otra blusa negra en Espirit, no sabe en qué gastar el dinero pero le han inculcado que el dinero es para gastarlo. Ya no es tan joven, debería pasarse al KeDeWe; debería dejar de comprar blusas negras y tejer calcetines de bebé, pero el marketing la tiene muy ocupada. Normal.

El nigeriano y su pandilla llevan ya tres horas dándole a los bongos. Por respeto a la kentukiana, la de las baladas, se han ido al árbol de enfrente, pero están ya hasta los flecos de la sariana de la dichosa americana y sus tontas canciones. Normal.

Las empleadas de una fábrica de lo que sea van cogidas del brazo, ocupando toda la acera de la K'Damm, pegando unos gritos del demonio para llamar la atención de gente que ni conocen ni conocerán jamás, porque ellas no han nacido para conocer ni para ser conocidas, sólo han nacido y con eso basta y están de suerte. Normal.

El ejecutivo del traje impecable acaba de salir de la oficina y se puede observar que del portátil todavía le salen cifras y datos calientes, que ponen la calle hecha un asco y la hacen resbaladiza. Normal.

El «currier» de la bici de carreras se salta como siempre el semáforo, por chulería y por la urgencia del reparto, pero yo diría que más por chulería. Normal.

El don nadie sigue sin aparecer por ninguna parte, pese a que está en todas partes. Si uno nace «don nadie» es por demás que trate de aparecer por algún sitio, pese a no dejar de estar en todas partes. Normal.

Un señor ya mayor pero normal está parado en el semáforo, esperando a que se ponga verde, y se dice: «¡Cómo ha cambiado Berlín en cincuenta años!». Pero es mentira, el que ha cambiado es él, Berlín sigue como siempre, pero no quiere reconocerlo y prefiere echarle la culpa de su vejez a la infeliz ciudad, que no puede defenderse. Normal.

Dos estudiantes se dicen cosas sin sentido porque todavía no les han enseñado a hablar con sentido, pero esperan aprenderlo, ¡para eso son estudiantes! Lo que pasa es que son de una carrera técnica, telemática, posiblemente, y de momento se comunican con bytes y otras palabras raras. Cuando sean mayores utilizarán palabras normales, como «hola», «qué tal estás», «cómo van esos amoríos», etc. Normal.

Por último, el más normal de los normales mortales, el cajero del supermercado acaba de darse cuenta de que se ha dejado el gas encendido en su casa, pero como le quedan dos horas más de caja, es probable que se le incendie la casa. Cualquier juez el eximiría de culpa si ocurriera una desagracia, porque ¿alguien a visto alguna vez que un cajero de supermercado se ausente de su caja en horas punta? ¡No señor, los cajeros no hacen eso! Normal.

Podía estar contando miles de tonterías semejantes, pero si lo vemos desde el lado serio, nos damos cuenta que consumimos nuestra breve existencia dentro de la más absoluta normalidad, porque lo normal lógicamente es ¡ser normal!













10. ¿Qué tiene Berlín que atrae a tantos turistas?




























Estamos a finales de octubre y Berlín sigue recibiendo cada día miles de turistas. Ayer fui al centro («Mitte») con una amiga y me encontré con decenas de ávidos turistas viendo y fotografiándolo todo, y me preguntaba: «Pero ¿qué tiene esta ciudad que atrae a tantos turistas?»

Berlín es una ciudad agradable y relativamente económica para residir, pero puede resultar un verdadero calvario para visitar, no solo por la abrumadora cantidad de museos y lugares de interés para visitar, sino por las distancias, pues además de tener dos centros separados por un inmenso parque, que calculando mal las distancias, la mayoría de turistas recorren a pie, puede decirse que cada barrio tiene algo que merece la pena visitar.

Por otro la ciudad en sí, reconstruida en un 85% tras la II Guerra mundial, incluidos sus monumentos y edificios más emblemáticos, como la Puerta de Brandeburgo, no ofrece un gran interés. Por tanto, después de darle vueltas al asunto, creo que he encontrado otra buena razón: a Berlín no se viene solo de turismo, sino en «peregrinación».

Berlín no es solo una ciudad centro-europea sino el centro político y social de Europa. Quien quiere visitar Europa debe comenzar por «peregrinar» a Berlín. Esta ciudad representa el «ideal» europeo en todos los sentidos, tanto es así que los berlineses han sacrificado parte de su cultura local para dar acomodo a todas las demás.

El símbolo que representa esta idea de una Europa social y tolerante son las huellas del Muro de Berlín, que son la piedra negra de la Meca europea, y no se puede decir que se ha estado en Berlín sin haberlas visitado, lo demás es accesorio. Esas huellas representan el tránsito pacífico de un mundo basado en el enfrentamiento a otro basado en el entendimiento, y esta es la idea que subyace en la construcción europea.

Esta ciudad no es como la excéntrica Londres, la alegre París, la católica Roma, la romántica Budapest, la misteriosa Praga, la melancólica Moscú o la cortesana Madrid, sino la europea Berlín. No tiene una personalidad particular, sino algo de todas las demás.

Pero si hemos de encontrarle un rasgo particular es un cierto carácter prusiano, generado en los tiempos de Federico Guillermo I, el severo padre de Federico el «Grande», ídolo de Napoleón. Este rey militarizó la sociedad prusiana bajo las estrictas normas morales de pietismo, y de ahí les viene a los berlineses su profundo sentido de lo social, su responsabilidad cívica y su convivencia cordial.

Si algo confirma esta tesis es que la mayoría de turistas son jóvenes de otras naciones europeas, a los que no atrae los monumentos o sus diversiones populares, sino el respirar y sentir los mensajes ocultos de su convivencia y la enseñanza in situ de los grandes hitos de la historia europea. O dicho de otro modo, no vienen a fisgonear y fotografiar, sino a estudiar y aprender. Por eso decía que a Berlín no se viene solo de turismo, sino en peregrinación.





































11. ¿Bicis? ¡Sí, gracias!




























Llegué a esta amable ciudad, allá por el 2004, en mi propio coche. Hasta entonces creía que entré él yo mediaba algo más que una simple utilidad. Como era rojo, potente y de marca, creía estar enamorado de él.

Lo aparqué en un determinado lugar para que pudiera verlo desde mi balcón, y cada mañana al contemplarlo me decía a mí mismo que era la persona más afortunada del mundo por poseer semejante automóvil.

Pero pasaron los meses y salvo mi rutinaria y emotiva contemplación matinal no le encontré utilidad alguna, por lo que empecé a sospechar que algo había cambiado en nuestra relación amorosa, pues en España me parecía imposible que pudiera vivir sin él, y ahora incluso más de una mañana me olvidaba del rutinario vistazo.

Lo que había sucedido es que tuve la ocurrencia de comprarme una bicicleta para dar, de vez en cuando, un paseo por el parque y estar en forma. Casi ni me acordaba ya de cómo se montaba en bici, y al principio di más de un traspiés y a punto estuve de caerme de cabeza al río. Luego se me ocurrió ir a comprar el agua con la bici, por el peso. Después, total estaba cerca, extender mis aventuras ciclistas dominicales hasta el Tiergarten. Ya más seguro y confiado un buen día me atreví a ir hasta el Cervantes, a más de 3 kilómetros de distancia, y por último, un domingo llegué hasta la capital de Brandemburgo, Postdam. ¡Nada menos que 15 kilómetros! Así comenzó mi desamor con mi pobre automóvil.

Al principio andaba con cuidado y me gané más de un severo rapapolvo por circular por las aceras en aquellas calles sin carril bici (escasísimas, y además en estos casos las bicis pueden circular por el carril bus), pero con el tiempo he adquirido tal confianza que en más de una ocasión he estado a punto de atropellar a algún automóvil. En vista del éxito, compré otro modelo más «potente», con más marchas y más cestas para llevar más cosas. Lo peor era pasar con la bici frente al automóvil, abandonado, olvidado y supongo que para su categoría humillado por una simple bici de 150 euros, con dos cestas y faro alógeno.

Un buen día tomé la inevitable decisión: llamé a los del desguace para que se hiciera cargo del coche, porque nuestra relación se había deteriorado de tal manera que incluso me molestaba su presencia. No se me escapó ni una sola lágrima cuando vi como lo cargaban en el camión del desguace, sin duda que había dejado de interesarme por él. Los siguientes meses mi salud, física y mental, mejoró ostensiblemente, y mi amor por la bici ha desbordado todas mis expectativas. Naturalmente que todo se lo debo a esta ciudad, pensada para las personas y no para que los coches se puedan mover con rapidez de un sitio a otro, aunque sea al supermercado o a la videoteca del barrio.

También influye que Berlín es una ciudad plana y amplia en todos los sentidos. La cuesta más empinada puede superarse fácilmente en «primera». Salvo los turistas, nadie invade el carril bici, y todos circulamos por nuestra mano. Una vez un guardia me recriminó que circunvalara una rotonda por el carril en sentido contrario. Aprendí la lección. Hay «controles» sorpresa, para ver como vamos de frenos y de luces, además de cubiertas, claro está, y la multa creo que es de 20 euros por ir en malas condiciones.

Aquí hay bicis de todos los tipos. Las hay de carreras, de estilo, de batalla o como la mía, para todo uso. Las hay de tres ruedas para comodones o con poco sentido del equilibrio; de asiento bajo, para excéntricos; hay bicis tan pequeñas que no hay sitio para los pedales, y se impulsan como los patinetes (Son de madera y las primeras para los más pequeñajos). Hay remolques para llevar los bebés, enganches para los más pequeños, pero también hay «súper bicis», como las de los carteros, que pueden impulsarse en las cuestas con un motor eléctrico.

No sé cuantos kilómetros hay de carril bici, nunca se me han dado bien las estadísticas, pero hay muchos. Donde no hay es porque no hace falta, porque está la alternativa del «carril bus». Al principio impresiona ver esa mole de autobús, como son los de dos pisos, circular a tu rebufo y a tu paso, pero se tienen que aguantar. Naturalmente que yo meto la cuarta cuando tengo uno detrás, ¡por si acaso! Si en un cruce de barrio sin señalizar se presentan una viejecita con su andador, una bici, un coche y un camión, no hacen falta señales: primero cruza la anciana, después la bici, luego el coche y por último el camión.

Tienen tanto éxito las bicis en Berlín que la DB (Ferrocarriles alemanes) tiene una flota de bicis estupendas que pueden alquilarse con el móvil en cualquier lugar, pero ya son muchos los hoteles de categoría que disponen de bicis gratuitas para uso de sus clientes. Yo creo que aquí la cultura de la bici va más allá de lo práctico o ahorrativo, es sobre todo un desafío a la estupidez que supone un desmedido e irracional uso del automóvil.

Nada me gusta más que ver, un domingo por la mañana la típica familia berlinesa de paseo en bici por el parque. Primeo va ella, que lleva en una silla el hijo mediano, luego pasa el padre, que tira de un bonito remolque donde viaja el bebé, por último, le siguen el «mayor» (que no levanta un palmo del suelo) con su mini bici con banderín de aviso, casco y rodilleras, pedaleando con ganas para no quedarse rezagado. Si yo pudiera volver a se niño pediría a los Reyes Magos que me trajera una ciudad tan bien montada y humana como es Berlín.

















































12. El ángel de Berlín




























Se dice que algo tiene ángel cuando está «angelado», es decir, poseído de cierta gracia o humanidad. La virtud de lo humano es básicamente moral y consiste en sentir querencia mutua o deseo de estar juntos con un fin que trascienda más allá del interés personal. Ese más allá es el territorio precisamente de lo angelical o trascendental del ser humano.

Berlín sin duda que tiene ángel, lo que quiere decir que todos los berlineses sienten querencia por sus conciudadanos, afecto mutuo, que va más allá de una relación puramente económica. Este valor social es común en las ciudades del norte de Europa y arranca del nacimiento mismo de la burguesía y de sus arraigados valores urbanos, donde la ciudad es la «superestructura» en la que se realizan sus propias inquietudes personales o profesionales, y alcanzan la libertad y autonomía personal deseada, y no tan sólo un territorio de caza para satisfacer sus necesidades.

La idea de «ciudad» trasciende lo puramente urbano y el concepto de «ciudadano» conlleva valores morales que obligan a ciertas responsabilidades, que no pueden ser asumidas voluntariamente sin afecto mutuo.

Este afecto por lo ciudadano lleva a la mejora constante de las condiciones de vida de esta ciudad, como la instalación de carril-bici, una cómoda y extensa red de transportes urbanos, amplias calles, abundancia de espacios peatonales, arboledas, parques, zonas de recreo, etc. La ciudad refleja el sentido humano de los ciudadanos con el convencimiento de que todo cuanto se haga por mejorar la ciudad se hace en favor de sus ciudadanos.

En Berlín no se conciben los guetos o los suburbios porque ese profundo sentido de la humanidad que debe de haber en lo ciudadano hace que casi de forma natural la ciudad, que tiene un diámetro de 20 km., se divida en «comunidades-barrios» que en sí mismos cumplen con las necesidades básicas de lo ciudadano: zonas de recreo, comercial, abundancia de tiendas variadas, servicios religiosos, ausencia de edificios monstruosos, buenos transportes públicos, cafés de ambiente familiar, escuelas, mercadillos semanales, fiestas estivales, etc.

La querencia entre los berlineses no pregunta por nacionalidades ni credos, pues lo ciudadano es sinónimo de libertad de expresión y de conciencia. Por esta razón cualquier extranjero que llega a Berlín percibe inmediatamente esa sensación de haber sido aceptado tácitamente, siempre que participe de ese ángel común a lo ciudadano que hay en Berlín, es decir, de su humanidad.

Después de tantos años de vivir en comunidad, los berlinés han convertido su querencia en norma, o un valor moral normalizado, y no hay nada que ofenda más a un berlinés que alguien rompa esa norma, ya sea saltándose un semáforo, no cediendo el paso, o, incluso, si no les das las gracias cuando para cederte el paso te abren la puerta de entrada a un edificio.

Esta querencia mutua es lo que da consistencia a la propia convivencia e impide la exclusión social, incluso entre colectivos con religiones y costumbres radicalmente opuestas a las occidentales. Por encima de credos está la ciudad y sus obligaciones cívicas y morales.

La política berlinesa no se concibe como una mera estrategia de poder sin otro fin que el de alcanzarlo para después hacer algo que lo justifique, sino todo lo contrario, primero hacer algo que justifique la conquista del poder.

Como dijo Ortega y Gasset, por cierto muy querido en Berlín, la sociedad sin querencia mutua se convierte en simple asociación, y termina siendo una desangelada sociedad anónima ciudadana. Lo que lleva a la destrucción de la buena convivencia y de todo sentido común o de lo común.












































































13. Pasión por la cultura




























Posiblemente no haya en toda Europa una gente tan apasionada por la cultura como los berlineses. Tienen una isla cargada de museos, y decenas de ellos que resultaría imposible visitar a lo largo de un año. Tienen un colorista y cosmopolita «Festival de las culturas» anual. También tienen un enorme pabellón dedicado exclusivamente a las culturas del mundo. En cuanto a música no tienen un teatro de ópera sino tres. Hay barrios que tienen más salas de arte que cafés. Su pasión por la cultura no tiene fronteras ni estéticas determinadas, sino que están abiertos a lo más exótico o experimental. No tienen reparo en aprovechar sus cortas vacaciones para desplazarse a remotos lugares del planeta para visitar una tribu nómada, un poblado todavía en el Neolítico, unas escasas ruinas egipcias, griegas o romanas, un espectáculo musical tradicional o un ritual ancestral, etc., etc.

Para los berlineses la cultura es sinónimo de tolerancia y progreso. Esperan de la cultura la respuesta a todas las injusticias y controversias que dividen el mundo actual. Tienen plena confianza en la capacidad del ser humano para liberarse de todos sus males a través de su cultura, pero lamentablemente este optimismo no está justificado en la realidad, pues, por ejemplo, la oblación femenina es también un acto terrible fruto de la cultura.

La cultura es todo lo que el ser humano realiza por su propia voluntad y de acuerdo a sus creencias y entendimiento, cuyas pautas de conducta no respetan necesariamente las leyes de la naturaleza.

El ser humano no conoce la naturaleza como es en sí misma, sino como él la interpreta según su limitado entendimiento, por eso todos sus actos culturales están inevitablemente condenados al fracaso, y progresar consiste en superar las desastrosas consecuencias de sus constantes errores culturales, hasta que cometamos un error irreversible. La cultura, sin una orientación ética puede ser incluso más peligrosa y dañina que la incultura.

Por esta razón creo que los berlineses pecan de excesivo optimismo sobre la capacidad redentora de la cultura, sin valorar también sus aspectos claramente negativos para sí mismos y para la naturaleza.

Primero fue la agricultura, es decir, forzar la producción natural de alimentos por una producción cultural, desequilibrada y potencialmente desestabilizadora, porque de alguna manera había que alimentar al exceso de población causado precisamente por la cultura, y lejos de haber abandonado esta idea persistimos en ella, explotando gigantescos monocultivos con semillas manipuladas genéticamente, ¡para poder alimentar a los millones de habitantes que sigue generando la cultura!, sin tener en consideración sus futuras consecuencias, ni otros valores que el de su rentabilidad.

O como el caso de las centrales nucleares, fruto también de la cultura y sus necesidades energéticas, cuyos residuos radioactivos confiamos en que permanezcan cientos de años inalterables en sus actuales contenedores, despreciando el bienestar de futuras generaciones.

También la fabricación de armamento y su inevitable uso, de otra manera no tendría sentido fabricarlos, es fruto de la cultura. Las religiones dogmáticas, en realidad todas son dogmáticas, aunque unas sean más propensas a defender violentamente sus dogmatismos, son también parte de esa cultura que muchos veneramos.

Y ahora estamos entrando en otra fase revolucionaria fruto de nuestra cultura, con imprevisibles consecuencias para nuestro sano juicio y nuestra personalidad futura, como es la sustitución de la realidad directa y natural por otra indirecta y virtual. Cada día un ejército de programadores desquiciados se levantan con una nueva idea para concentrar nuestras vivencias personales al reducido espacio de la pantalla de un «teléfono inteligente», ya que la inteligencia es preciso que sobreviva, aunque sea dentro de un teléfono móvil.

En el transcurso de una sola generación esta realidad virtual confiada a las máquinas, puede llegar a producir trastornos psicológicos irreversibles, y ver a los jóvenes suicidarse por no poder recargar las baterías de su «Smartphone», o porque le cancelen sus cuentas en Twitter o Facebook. Si llegara a suceder algo así también tendríamos que culpar de ello a la cultura.































14. El Museo de Historia de Berlín































Ayer sábado un grupo de alumnos de lengua alemana tuvimos que asistir como parte del programa a una visita guiada al Museo de Historia de Alemania, naturalmente con la entrada subvencionada por el Gobierno.

La guía, una joven con aspecto de estar cursando tercer año de alguna especialidad de humanidades, empezó su recorrido por lo clásico, como son los límites que los romanos pudieron establecer en la Germania bárbara gracias a la popular frase de Vespasiano «Divide y vencerás», entre galos y celtas, y la zona que no pudieron conquistar gracias a líderes como Arminius, de una tribu germánica asentada en la zona del actual Hannover.

Acto seguido dimos un gran salto en la historia hasta Carlomagno, representado por un retrato idealizado, coronado por el papa León III como nuevo emperador del Sacro Imperio Romano de Occidente.

De ahí pasamos prácticamente a un retrato de Lutero junto con su aristócrata esposa Catalina von Bora, y pudimos admirar algunos documentos de la época de la Reforma, para pasar a la sala dedicada a la Guerra de los 30 años, causada tras el primer tratado de paz entre Carlos V (I para nosotros) y los príncipes alemanes. Su hijo, nuestro ultracatótico Felipe II, tenía otras aspiraciones y provocó una larga guerra por el dominio de Europa central, que sumado a las pestes que asolaron Europa, y que pudimos visitar en una escalofriante exposición expresamente dedicada a ella, dejó el continente empobrecido y diezmado.

En otro espectacular salto histórico, después de recorrer algunas salas intermedias, pudimos contemplar un magnífico retrato del rey sol, Luis XIV, como ejemplo del absolutismo que se instaló en Europa y obviamente entre los príncipes alemanes.

De ahí pasamos al hito de la revolución francesa y su enorme influencia en la Alemania de entonces, y pudimos admirar varias de las primeras copias del Código Napoleónico, que se impuso de los territorios invadidos, lo que supuso un primer paso para la modernización y liberalización de una región anquilosada por el absolutismo de sus aristócratas locales. Una de las piezas más impresionantes de esta época es un monumental retrato de Napoleón coronado emperador, con un fastuoso manto de armiño blanco.

La siguiente sala era la dedicada al pacto de la llamada «Santa alianza», o la restauración monárquica, entre el emperador de Austria, el rey de Prusia y el zar de Rusia, lo que supuso la vuelta del absolutismo y la abolición de todas las leyes más o menos liberales promulgadas con anterioridad.

Acto seguimos recorrimos varias salas con los periodos revolucionarios alemanes, durante lo que se forja la idea por primera vez una nación alemana, y la primera confederación alemana de Germania, hasta llegar a una vitrina con la primera copia de imprenta de la primera constitución liberal alemana de 1828, que como sucedió con la española, tuvo una breve existencia.

De la restauración pasamos a la I Guerra Mundial, con una enorme vitrina donde se exponen armas y uniformes de la época, incluidas las letales armas químicas utilizadas por primera vez en la historia de la guerra.

Luego pasamos a la tumultuosa promulgación de la República de Weimar, que nació en Berlín pero tuvo que trasladarse a esta tranquila localidad dada la agitación revolucionaria de la capital de Prusia. Entre otras cosas pudimos ver utensilios utilizados por Rosa Luxemburgo, de la Liga Espartaquista, que pretendía instaurar en toda Alemania una república socialista similar a la de Rusia.

Poco a poco, después de recorrer épocas con acontecimientos más o menos comunes en toda Europa, fuimos acercándonos a ese terrible borrón negro de la historia de este país, como es el ascenso y triunfo electoral del dictador Adolf Hitler. Naturalmente que este hecho ocupa un espacio considerable del museo porque los alemanes no solo no desean olvidar lo que sucedió, sino que están interesados en que no se malversen los hechos para buscarles alguna justificación.

Allí pudimos ver una escalofriante colección de instrumentos y gráficos para su política racista agresiva y violenta, como una artilugio con más de veinte muestras de cabellos para identificar las razas, un compás para medir el cráneo; un póster con retratos de las tres razas toleradas en la Alemania nazi,o un grafico con los elementos necesarios para detectar si alguien era de ascendencia aria, judía o gitana, remontándose a tres generaciones, y manuales con las duras leyes impuestas contra los judíos antes del Holocausto final.

Pero lo escalofriante y que muestra hasta qué punto este pueblo no quiere olvidar este oscuro capítulo de su historia es una enorme maqueta donde se puede ver como funcionaban las cámaras de gas. En un extremo de la maqueta, con pequeñas figuras de personas, adultos y hasta bebés, de un realismo sobrecogedor, una interminable fila de personas, vigiladas por policías con perros, descienden por una escalera, para entrar en una enorme sala donde todos eran obligados a desnudarse. De ahí debía entrar en las «duchas». En la tercera parte de la maqueta pueden verse tal vez un millar de pequeñas figuras de seres humanos apretujados siendo gaseados, con expresiones de horror en sus pequeños rostros. Una muestra de la «fuente» situada en el centro de la sala por donde salía el gas mortal se puede contemplar también en el museo.

En fin, que de no haber sido por esta nefasta sala del museo, hubiera sido una visita normal, típica de cualquier museo de historia, son sus guerras de dominio, religiosas o hasta deportivas, que es común en toda Europa. Pero esta sala es exclusiva de Alemania y ninguna otra nación europea tiene en sus museos de historia algo parecido ni tan reciente. Y esta es la razón por la que Alemania es hoy en día una de las naciones europeas más tolerantes, simplemente porque ha visto en su propio suelo a lo que lleva la intolerancia y el autoritarismo.

Pero lo que hace este episodio todavía más sobrecogedor es ver como la técnica puede volverse cruelmente contra el propio ser humano que la promueve y hasta la adora. Estas máquinas de matar fueron posibles gracias al espectacular desarrollo de la química y de la técnica de la Alemania de la era industrial. Y también cómo un exceso de normalización de la vida social en algunos casos puede normalizar el uso de medidas destinadas al asesinato masivo de personas inocentes, solo porque se han desarrollado unas estrictas y casi científicas normas racistas para determinar quien es culpable por haber nacido de unos padres o de otros.

Después de esta visita al Museo de la Historia de Berlín creo que si me quedaba algún prejuicio racista en el subconsciente, ha desaparecido totalmente.

















































15. Ich liebe dich, oder? (Te amo, ¿verdad?)




























El amor, pese a ser un sentimiento universal, no tiene mucho futuro en estas latitudes. Sus especialistas son los italianos, pero no los actuales sino de los tiempos de Romeo y Julieta. Pero también existió una versión genuinamente española, la de los místicos, como la santa Teresa de Ávila, fundadora de conventos, andarina impenitente y enamorada de Dios, o san Juan de la Cruz, el gran poeta del amor místico masculino. En Berlín la emoción irracional del amor está siendo rápidamente reemplazada por el razonable sentimiento de la amistad y del compañerismo. En realidad esto sucede en la mayoría de las culturas más libres y menos represoras, como ya sucede en España, donde no queda mucho lugar ni para el misticismo ni para el romanticismo.

En el idioma alemán no debemos traducir «Ich liebe dich» por «te amo», sino «te quiero», porque ya no es amor lo que se siente sino cariño. En ocasiones el idioma alemán resulta para nosotros tremendamente ambiguo; o le faltan palabras o le sobran sentidos.

Lo cierto es que el amor es una emoción fruto de la represión de los sentidos, por eso no hay tal cosa como «amor libre», pues ya no sería amor, sino amistad. Los comunistas entienden perfectamente esta diferencia y entre ellos no hay la dogmática y teológica emoción del amor, sino la sólida y fraternal afección de la camaradería.

Pero basta de rodeos y vayamos al grano. Amar consiste en hallar algo o alguien «amable» a quien utilizar como excusa para recrear en nuestra imaginación nuestros deseos reprimidos. Si no estuvieran reprimidos no tendríamos necesidad de imaginar nada, simplemente gozaríamos directamente de los sentidos sin más; sin marrullerías subliminales, ni emociones pasionales, ¡pero no sería amor!

Nada prueba mejor mi tesis que este diálogo de Shakespeare en «Romeo y Julieta»:

Romeo: ¿Qué juramento quieres que haga?

Julieta: Ninguno, o si quieres toma por testigo al Dios que amo, toma por testigo a mi ídolo sagrado a ti mismo, que eres mi ídolo encantador, entonces prestaré fe á tu juramento.

Vemos que Dios y el amante se confunden en la misma emoción del amor ideal.

Si nuestras aspiraciones amorosas son éticas o morales, nadie más adecuado que amar la suma perfección; es decir, a Dios. Si es estética, caso de los artistas, el mejor objeto amado puede ser la naturaleza, y si la fantasía es más carnal y erótica, quien mejor que una hermosa y bella Julieta si somos Romeos. La condición fundamental del amor es limitarse a soñarlo, pero no tocarlo, porque en ese caso se desvanece como las pompas de jabón.

Esto quiere decir que para amar hay que sufrir el extrañamiento del ser amado, tenerlo siempre a una prudente distancia y, sobre todo, no llegar a descubrir bajo ningún concepto cómo es «verdaderamente», porque es inevitable que sea distinto a como lo hemos imaginado. ¿Por qué? Porque en realidad nos hemos imaginado una versión de nosotros mismos, pero con distinto sexo y proyectado en el ser amado, o amable. O sea, que el amor es siempre un reflejo subconsciente de nuestro amor propio.Y este es precisamente el lado negativo del amor, que termina inevitablemente en odio, pues al descubrir el fraude, el objeto amado se vuelve odiado, y si el amor mientras dura es una emoción extraordinariamente creativa y feliz, el odio, que perdura durante más tiempo que el amor, es sumamente destructivo y desdichado. Si Dios, por la razón que sea nos defrauda, nos pasamos automáticamente al diablo; si la naturaleza nos traiciona dándonos una enfermedad, la negamos ensalzando las cualidades del espíritu, y si nuestro amante resulta que no es tal y como lo imaginábamos sino simplemente es él mismo, resulta que entonces nos parece la persona más cretina, traidora y, por tanto, odiosa de este mundo. ¡Así es el amor!

Van Gogh en realidad odiaba a la naturaleza, porque si la hubiese amado no la habría pintado, simplemente la hubiera contemplado, comido o bebido. Pero como la odiaba no le importó prescindir de una de sus orejas, como prueba sublime del valor superior de su espíritu.

El otro aspecto terriblemente negativo del amor es que el amante necesita imperativamente al amado, pero esclavizado y sometido, condenado a ser tal y como forma parte de sus fantasías. Al menor intento de rebeldía del ser amado se rompe inevitablemente el encanto amoroso. Los enamorados son tiranos felices, cegados por sus emociones, que no reconocen su tiranía hasta que no se produce la ruptura. El amor que no defrauda es aquel en que el amado no hay peligro de que pueda rebelarse, como Dios o la naturaleza.

Por estas razones entre personas razonables y realistas, como son los berlineses, el amor no es muy popular ni tiene muy buena imagen, como sucede entre los imaginativos pueblos meridionales o los eslavos. Los berlineses saben que es un juego peligroso y fundamentalmente egoísta y prefieren controlar sus fantasías amorosas y no dejar que se desmadren. Por esa razón han sustituido los lazos tiránicos del amor por los generosos de la amistad, y más que amarse se quieren, que es un sentimiento más racional, realista y afectuoso. La amistad no se basa en la imaginación y la atracción sino en el entendimiento y la simpatía. Por esa razón la amistad no nos hace felices pero nos alegra. Pero como, a pesar de todo deseamos ser felices, aunque sea por poco tiempo, hacemos como la «Mantis religiosa», y no nos importa devorar al menos dos o tres de nuestros amantes a lo largo de nuestra vida. Un amigo también puede defraudarnos y degenerar en enemigo, pero mientras la amistad junta las personas, la enemistad simplemente las separa, pero no las destruye. Para desear destruirlas es necesario, además, odiarlas.




























16. La familia no es para un lobo estepario




























Como lobo nada me agradaría más que ser parte de una manada familiar, con su seguridad y prestigio social; con su pequeño encanto burgués, y la satisfacción de poseer algo que no figura en un contrato; de tener poderes naturales para ordenar cosas absurdas; y, por si esto fuera poco, también contar con la bendición de todos los dioses venerados en este mundo. Sí, como lobo me encantaría, pero como lobo estepario la simple idea me repulsa, porque me repulsa la rutina, el conformismo, el aburrimiento, las tradiciones, la pura inercia de la costumbre, el sentimiento frustrado y deprimente del amor desvanecido por el abuso de cotidianidad; por la ausencia de aventura y espontaneidad, de misterio y de encanto por lo desconocido, y, en fin, por el suicidio voluntario de la libertad y el libre albedrío, sin el cual un lobo estepario no podría sobrevivir.

Incomprensiblemente en Alemania todavía no se ha tocado seriamente el asunto de las familias formadas por homosexuales, sobre todo en Berlín, que es una ciudad con una numerosa comunidad gay, como puede comprobarse en el «Día del orgullo gay». La verdad es que no entiendo a los opositores franceses, que conciben el matrimonio como una unión «natural», cuando hace ya más de veinte siglos que la familia es una unión «cultural» al servicio del Estado. Si fuera natural los padres gestarían regularmente cada 6 ó 7 años, el tiempo que la naturaleza concede a sus crías para que se emancipen, para olvidarse completamente de ellas y centrar toda su atención y esfuerzos en el recién nacido. Las familias «naturales» son extremadamente crueles, y las hembras son sistemáticamente violadas por el macho dominante de turno, lo que sigue siendo una lamentable práctica en sociedades subdesarrolladas. No hace falta ser un observador compulsivo para comprobar que la simple observación de la naturaleza en las relaciones de pareja no es una garantía de felicidad y buen ambiente familiar para los hijos, como creo haber expuesto en un artículo anterior.

Desde mi privilegiado cubil berlinés, siempre a una prudente distancia de los seres humanos, de los que desconfío por instinto, he observado obsesivamente cientos de familias y todas me parecen iguales, pero unas son más exhibicionistas que otras. Las que más exhiben aquí en Berlín son las más tradicionales, por lo general las de religión musulmana.

Las observo todos los domingos desparramarse por el césped del Tiergarten, alrededor de una humeante y grasienta barbacoa, algunas sillas plegables para las matronas y los patriarcas y una pelota de colorines para distraer a la numerosa prole, cuyo juego organiza algún tío, sobrino o cuñado. Las cristianas, por alguna extraña razón, prefieren desfilar ordenadamente en sus bicicletas por los senderos que bordean el río. Es como si los musulmanes se apegaran al suelo mientras los cristianos sintieran repulsión por lo inmóvil y seguro. O todavía más exacto, como si los musulmanes hubiera creado el mundo para disfrutarlo y los cristianos la rueda para recorrerlo.

Las veo los domingos circular, aparatosamente equipados de todo lo que les pueda dar seguridad física, pero no emocional, sobre todo en sus apreciadas cabezas, por las riveras del Spree. Parece comitivas de pichones por un sendero. Abre la marcha el padre, prudente y moderado, que arrastra un remolque llevando el más pequeño candidato a cristiano trotamundos, y que todavía es incapaz de unirse al grupo por sus propios medios. Le sigue una cría ya grandecita con su minibicicleta, jadeando y zigzagueando peligrosamente, porque no quieren que los adultos saquen de él o ella una falsa opinión de debilidad y falta de entusiasmo por esta familiar experiencia dominguera, y cierra la comitiva una joven madre trabajadora, porque las madres cristianas son casi todas madres-trabajadoras, por aquello de «ganarás el pan con el sudor de tu frente», sin que Dios especificara el sexo. Inmediatamente detrás vienen otras familias similares, que solo se distinguen por la marca de las bicicletas, en las que ya me fijo con más atención, y el color de los cascos, pero en lo esencial, es decir, en sus hábitos y costumbres, son idénticas.

Observando el agresivo comportamiento de las crías de gorrión no es de extrañar que se me quiten las pocas ganas que pudiera tener para formar una familia. Estos jóvenes delincuentes apenas aprenden a volar persiguen a sus estresadas madres para que les alimenten, pegados a ellas como si fueran su sombra, aleteando y piando frenéticamente de la misma manera que lo hacían en el nido, cuando no eran más que unos mocosos desplumados. Siguen explotando este sucio truco incluso cuando están más desarrollados que la madre y podían, si les diera la real gana, valerse por sí mismos. ¡Pero no, siguen exigiendo que se les alimente!

Los hijos de los humanos hacen exactamente lo mismo, y tampoco saben cuándo es bastante y tienen que valerse por sí mismos. Lo exigen con la misma agresividad que los gorriones, pero con todo un variado repertorio de chantajes emocionales e intelectuales, de los que son verdaderos especialistas. Pero no se conforman con tener un plato caliente en la mesa, además quieren ropa de marca, un Smartphone, una consola de video-juegos actualizada, un portátil y una bicicleta, además de una paga decente que les permita acudir a conciertos y comprar alguna chuchería para matar el gusanillo durante las clases, cuyo envoltorio tiran siempre al suelo a escasos metros de una papelera.

La causa de este comportamiento es simple. Lo primero que los hijos aprenden es a condenar moralmente a los padres por no haberles consultado si deseaban o no venir a este mundo. Una vez concebido este sólido argumento, se creen con todos los derechos del mundo de exigirles su protección y cuidados. Estoy seguro que muchos padres se habrán cuestionado alguna vez por qué el proceso de tener hijos no es reversible.

El siguiente gran logro mental de los hijos, sobre todo a partir de los 5 ó 6 años, es creer que lo único que los diferencia de sus padres es la estatura, y no la inteligencia o la experiencia, que compensan con la enorme ventaja de su juventud, chantaje lógico, ya que saben que ellos crecerán mientras que los padres decrecerán al mismo tiempo e inexorablemente. Y esta idea la explotan tiránicamente hasta que los hijos reconocen que el padre es suficientemente viejo, achacoso y desvalido como para no seguir siendo su competidor.

Esto sucede con los hijos, las hijas, no sé si desgraciada o afortunadamente, todo depende del lado del gusto por la familia en que se mire, se comportan de otra manera. Hasta la pubertad son tan orgullosas, arrogantes y egoístas como los chicos, también tan competitivas y bárbaras, pero a partir de la primera regla se olvidan del padre y descubren a la madre, en quien buscarán consejo y apoyo, casi siempre frustrante. Lo que sucede es que a partir de ese dramático momento de sus vidas la naturaleza les advierte que deben empezar a hacer sus planes para crear su propia familia. Por tanto, ya no es la hija de nadie sino la madre potencial de alguien, y eso les da mucho trabajo y dedicación.

El proceso se inicia con el aprendizaje de las artes de seducción, pues al mismo tiempo que la regla les viene la idea innata que a los hombres hay que conquistarlos con la seducción, y tienen que aprender en qué consiste.

No hay nada más problemático para un padre que tener una hija adolescente que se obstina en vestir a su «estilo», que para el padre siempre resulta provocador y hasta obsceno, pero no sabe que es parte del aprendizaje de ser mujer, según sean las tendencias estéticas de las modas y las imágenes que exhiban los medios de comunicación de masas en sus subliminales anuncios publicitarios. Los diseñadores de prendas para jóvenes adolescentes tienen consciencia de este peculiar fenómeno natural. Los creadores de la moda fluctúan entre sugerir estilos para jóvenes que van a ser madres o amantes, pero a veces reaccionan violentamente y tenemos una moda repulsiva, que no sigue ninguna inspiración natural o social, para caer en el nihilismo. Estas reacciones surgen espontáneamente en la calle, fruto del desencanto y de la pobreza, en medio de la más descabellada opulencia, y terminan en los museos de arte contemporáneo, como un fenómeno cultural ya superado. Después las aguas vuelven a sus cauces, y todo vuelve a la normalidad más absoluta.

Dos de cada diez matrimonios fracasan la misma noche de bodas, por incompatibilidad sexual. Otros dos después de la luna de miel, por incompatibilidad de carácter. Dos más fracasan antes de tener el primer hijo, por incompatibilidad laboral, y otros dos después del primer o segundo hijo, por incompatibilidad económica. Esto eleva la estadística de fracasos matrimoniales a ocho de cada diez. Solo a los dos últimos se les podrá ver paseando cogidos de la mano después de haber cumplido los 70. Imagen excepcional que aparece en la mayoría de anuncios de hipotecas para adquirir una segunda residencia en la playa. Estas estadísticas no están muy contrastadas, pero para mí, observador compulsivo, son más que evidentes. Naturalmente que hay fracasos que no terminan en divorcio, sino en desamor e indiferencia, que es peor que el divorcio.

Como defensor de la soledad esteparia no debería dar este tipo de consejos, y no lo hago por ganarme el afecto y la admiración de nadie en particular, sea un hombre, mujer o todo lo contrario. No, lo hago porque las mentes más preclaras e inteligentes de este complicado mundo también tienen sus días malos, y éste debe ser el mío.

Tener éxito en el matrimonio es asombrosamente sencillo, basta con no pretender elegir nosotros la mujer, sino dejar que la mujer nos elija a nosotros. La razón de este cambio de papeles tan poco machista es múltiple, pero la principal es que la mujer sabe siempre lo que le conviene, nosotros no. Eso siempre que no se deje influir por la familia o los convencionalismos sociales, sino por su instinto, fe e intuición. La otra razón es todavía más obvia: el hombre elige una mujer como amante para que satisfaga sus deseos sexuales, y a cambio le permitirá que sea la madre de sus hijos, mientras que la mujer elige a un hombre para que sea el padre de sus hijos, y a cambio le permitirá que satisfaga sus pasiones sexuales. Es obvio que la pasión es breve, mientras que la paternidad dura de por vida.

En el matrimonio duradero es aquel en que el hombre se ve a sí mismo como padre y no como amante; el frágil es aquel en que la mujer se ve a sí misma como amante y no como madre. Hasta celebrar las bodas de oro y los hijos ya se hayan emancipado, aunque nunca dejan de molestar de una u otra manera, este matrimonio tiene el inconveniente de ser bastante anodino y sacrificado, pero todo tiene su precio en este mundo. Sin embargo, si no tienen la mala suerte de ser atacados por alguna de esas populares enfermedades de nuestro tiempo, como cáncer o Alzheimer, es entonces cuando esta unión alcanza su glorificación, pleno sentido y recompensa. En resumen, si quieres triunfar en tu matrimonio, no pienses como un hombre sino como una mujer, porque, como ya comenté con anterioridad, éste es un mundo de hombres, pero pensado para complacer a las mujeres.































17. La mujer berlinesa































No creo que ningún Dios haya tenido nada que ver con la creación de la mujer, y mucho menos aceptar que haya podido surgir nada menos que de una costilla de Adán. Adán no tiene nada en común con Eva. La denominada con el sugerente nombre científico de «Eva mitocondrial» nunca conoció a Adán porque vivió 70.000 años antes que él. Desde luego que Adán nunca hubiera aceptado una relación con una mujer de su edad, y la prueba la tenemos en nuestros días, en que los hombres nos creemos con el derecho natural de aparearnos sólo con mujeres a las que siempre superemos en edad. ¿Por qué? Porque creemos que nosotros nunca dejamos de ser jóvenes y ellas sí, por esa razón en previsión de desarreglos emocionales futuros las elegimos siempre jovencitas, de manera que para cuando nosotros aceptemos que nos estamos haciendo viejos, ellas justo empiecen a sentir los primeros molestos síntomas de la menopausia, y si para entonces no nos quedan más ganas de aventuras sentimentales, las aceptemos como son.

Las mujeres, desde la supuesta Eva mitocondrial, han guardado para sí celosamente sus propias mitocondrias, salvo en el desdichado caso de que no tuvieran descendencia femenina, caso que sólo es frecuente en nuestros días, donde existe menos del dos por ciento de acertar con el sexo deseado, ya que en las familias tradicionales dada la generosa fertilidad de las mujeres, era poco normal que se rompiera esta línea maternolineal de las mitocondrias, de manera que las mujeres pudiera mantener intacta su personalidad en el transcurso de las generaciones, desde la misma madre común a todas ellas. Mientras tanto nosotros con cierto retraso también fuimos capaces de establecer nuestra idiosincrasia masculina a través del cromosoma Y, de manera que desde entonces nos esforzamos por dominar la naturaleza para que sea más favorable a los cromosomas Y que a las mitocondrias; es decir, que hemos intentado inútilmente destruir a la mujer desde su raíz genética. Pero ésta se ha mantenido firme y prolífera en sus trece, desafiante y rebelde, lo que para mí, de forma muy especial, ha sido una auténtica bendición, como trataré de exponer más adelante.

¿Que qué nos diferencia? ¡Todo! Pero si hemos de entrar en detalles particulares, lo más notorio y evidente es que la mujer desde un principio sabe que la vida es un sufrimiento prácticamente constante, pero lejos de repudiarla siempre la ha aceptado tal y como es, con sus momentos gratos e ingratos; felices y desdichados; placenteros y dolorosos. La mujer olvida pronto los malos ratos y se entrega sin remordimientos a los buenos. Instantes después de parir, la visión de su hijo le hace olvidarse de lo que acaba de pasar, no sólo de los dolores del parto, sino de esos molestos nueve meses de embarazo. Las mujeres cuando hacen el amor no piensan en las consecuencias, porque la vida y sus propias exigencias la arrastra más allá de los razonable, por eso afortunadamente casi nunca son razonables.

Sin la aportación de las peculiaridades del carácter de la mujer el sexo no sería el componente de una relación amorosa, sino que seguiría siendo una violación, como sucede en la vida animal. La mujer hace del placer una experiencia que debe ser inevitablemente compensada con el dolor, porque sabe que no hay placer sin dolor, y lo acepta con naturalidad y resignación, por eso hace del dolor algo cotidiano y llevadero. Una mujer puede mantener una divertida conversación y reír una gracia a pesar de estar sufriendo una pesada migraña o unos intensos dolores de ovarios. Cuando una mujer sufre, lo que es muy habitual, lo hace calladamente porque sabe que no es algo excepcional o temporal, sino parte de su naturaleza, diseñada para soportar relajadamente el sufrimiento.

Han llegado a tener tan buena relación con el dolor que a veces hasta lo añoran, por lo que en cierta manera son algo masoquistas. Pero lo excepcional de su carácter con relación al dolor es que sus dolencias no les estresan porque no son consecuencia de enfermedades, solo son dolores de mujer, más reiterados e intensos que los de los hombre. Pero lo mismo podemos decir del placer, el orgasmo femenino es infinitamente más duradero e intenso que el masculino. Los hombres, en realidad, no tenemos ni idea de lo que es el placer, pero por la misma razón, tampoco conocemos lo que es el dolor intenso, profundo, duradero y natural; el dolor propio de la naturaleza humana y no de la enfermedad. La mujer vive más años porque los vive sin estrés, dejando que las cosas sucedan según su naturaleza; sean placenteras o dolorosas.

Una verdadera mujer jamás reniega de su condición sexual, antes bien la glorifica. Por esta misma razón la muerte no es algo que obsesione a la mujer. La mayoría se mueren de improviso y por sorpresa, sin apenas haber tenido tiempo de pesar en ella. La muerte, como la vida, es femenina, natural, aceptable e inevitable. Casi ninguna mujer cree seriamente que haya algo más allá de la muerte porque para ellas las cosas son simples: sólo hay vida y después sólo hay muerte. Todas esas ingeniosas ideas sobre el cielo y el infierno las aceptan para mostrar su buena educación, su fingido respeto a las ideas de los hombres y sus disparatadas teorías sobre el Paraíso y todo eso, pero sólo para complacerles y no contrariarles. Las mujeres no pueden creer seriamente en aquello que no pueden sentir por sí mismas, con su intuición natural; con su lógica irracional. Un mundo femenino carecería de dioses, tan solo tendría madres-reinas, madres-supremas o madres supernaturales, con poderes extraordinarios, pero no madres sobrenaturales. La idea del padre supremo está simplemente descartada, pero hacen ver que la aceptan para no ir contra lo establecido, ¡por el hombre, claro está!

Por otro lado, las mujeres han sido brutalmente dominadas, pero ni mucho menos derrotadas, porque mantienen inexpugnable su peculiar fortaleza femenina, aquella que nunca podrá ser conquistada porque excede todos los poderes terrenales desarrollados por el hombre. Son psicológicamente más poderosas y podrían acabar con el mundo con una simple conjura maléfica colectiva. Son potenciales brujas, poseedoras de poderes todavía no utilizados ni siquiera descubiertos, salvo casos aislados y que no son públicamente aireados. Por tanto, son temibles, razón por la cual en algunas culturas, aquellas donde los hombres intentan dominarlas brutal pero inútilmente, se las reprime bárbaramente, hasta el extremo de privarlas de los órganos que puede producirlas placer, anulando de esta manera su conexión directa con los grandes misterios todavía ocultos de la naturaleza humana, y que sin duda tienen relación con el propio placer, pero también con el dolor.

La mujer tiene dos valores fundamentales sobre los que se sustenta toda nuestra civilización: el sentido de la comodidad y el de la limpieza. Sólo cuando el hombre asumió estos valores para sí mismo dio comienzo la civilización. Todo lo que ha hecho desde entonces es idear cosas inspiradas por los deseos de la mujer. El único invento universal pensado por el hombre sin la inspiración de la mujer ha sido la espada y su posterior desarrollo hasta los actuales misiles con cabeza nuclear, lo demás, incluida la rueda, son inventos basados en los valores de la mujer y su sentido de la vida práctica y aseada. No hay nada a nuestro alrededor que no tenga un toque femenino, desde los semáforos hasta los automóviles utilitarios, pasando por las necesarias alcantarillas, las aceras y los pasos de de cebra, que son probablemente algunos de los mejores inventos de las sociedades avanzadas. Por esa razón las mujeres son las que más aprecian la civilización en todo su amplio sentido pragmático y femenino y detestan las sociedades tradicionales y atrasadas, idealistas y masculinas.

En realidad hemos creado el mundo civilizado a imagen y semejanza de la mujer y no del hombre, por esta razón los hombres nos sentimos cada vez más incómodos. Nosotros valoramos positivamente las guerras, a las que solemos justificar con toda clase de argumentos políticos, económicos, religiosos y hasta filosóficos, y en ocasiones las llamamos «guerras de civilización», y siempre estamos envueltos en alguna. En el mundo occidental y civilizado, es decir, masculino, siempre hay una buena razón para estar en guerra. Antes era contra Marx y ahora contra Al Qaeda. Los capitalistas siempre tenemos algún enemigo violento proveniente de culturas también machistas, pero que todavía no son capitalistas. Pero lo que no nos damos cuenta es que en ambos casos estamos defendiendo un mundo inspirado en estos dos valores femeninos fundamentales, que, como decía, son la comodidad, que no hay que confundir con el masculino y derrochador sentido del confort y del lujo, y la limpieza. Lo masculino es la incomodidad y la suciedad. Esto puede parecer una peligrosa simplificación, pero cada vez más hombres y mujeres no aspiran a otra cosa que a llevar una vida cómoda y saludable. Así es nuestra civilización.

También las mujeres, como los gatos, detectan las energías telúricas y saben cuál de todas las habitaciones de su casa es la más adecuada para instalar el dormitorio o el comedor. También saben si en una determinada casa nueva serán o no serán felices, cosa que desconcierta a los agentes inmobiliarios que intentan vendérselas y a sus compañeros, que no tienen ni la menor posibilidad de apercibirse de esta energía. Sienten en su cuerpo sensaciones que proceden de energías dispersas, descontroladas, y saben si son negativas o positivas, pero no siempre pueden explicar esta sensación ordenada e intelectualmente. Por esta razón se vuelven agresivas, melancólicas, irascibles o encantadoras por influencia de estas energías, y nadie sabe interpretarlas ni puede prever su cambiante carácter. Un día pueden estar de un excelente humor y al siguiente sencillamente insoportables, sin que haya una causa razonable. Incluso puede darse el caso de que se enfurezcan a pesar de haber ganado una considerable suma en la lotería.

Las mujeres tienen un sentido del orden que desconcierta a los hombres. Es lo que podemos llamar un orden caótico y natural, que siempre termina por reestablecerse de un caos aparente. Es un orden que podríamos llamar «biológico», pero de ninguna manera lógico. No es un orden basado en teoremas o ecuaciones matemáticas; ni en estadísticas sociales ni en normas del Derecho. Cuando una mujer cruza un semáforo en rojo lo hace porque se lo ordena su peculiar sentido del orden, dinámico y vital. Si espera a que se vuelva verde estaría observando un orden estático, similar al de la gravitación universal, basado en leyes que resultan del movimiento inercial de las cosas muertas, pero no es el orden que observan las cosas vivas. Si las mujeres son aparentemente caóticas es porque respetan un orden interior y femenino, superior al orden convencional y masculino. Supongo que a la larga también los hombres tenderemos a este tipo de orden natural, para olvidarnos del antinatural que nos hemos impuesto, y que no funciona sin la consiguiente represión. En este sentido las mujeres son todas anarquistas sin pararse a demostrarlo con argumentos históricos. Ellas saben perfectamente lo que es la anarquía desde que tienen uso de razón y ni siquiera los duros años de escuela y universidad consiguen doblegarlas de seguir siendo anarquistas. Pero se trata de un anarquismo también natural y no teórico o cultural, por esa razón su anarquismo tiene unas normas estrictas, que aplican con extremo rigor.

Las mujeres consideran la familia tan solo aquellas personas con alguna relación de sangre, pero no sus eventuales amantes o padres legalmente reconocidos de su descendencia. En realidad los maridos no son nunca parte de la familia, solo invitados de larga duración, a quienes se le permiten ciertas confianzas y libertades, pero sí son de la familia sus hermanas, primas o sus nietas. Los hombres del clan familiar son tolerados, atendidos y alimentados, pero no dejan de ser gente extraña, de otra condición humana, como si fueran accidentes de la naturaleza. Una madre que no pare hijas se siente a sí misma como si hubiera sido estéril; traicionada y abandonada por la naturaleza, pero eso no quiere decir que no críe y atienda a sus hijos varones con el mismo afecto y devoción que si hubieran sido hijas; eso está fuera de duda, la maternidad es generosa y tampoco razona. Los suegros son todavía más extraños que los maridos y los cuñados pasan completamente desapercibidos para las mujeres casadas.

Otra curiosidad de las mujeres es que no son sociables, sino gregarias. No se asocian con nadie ni pertenecen a su propia sociedad estatal, pues no conciben la idea misma del Estado, invento genuinamente masculino. El único poder superior que rige su convivencia es la naturaleza misma y sus obligaciones de todo tipo. Su mundo se reduce a su hogar y fuera de él nada tiene sentido. Una mujer sin hogar es como un pájaro sin nido, algo simplemente inconcebible. Una mujer desde niña está atávicamente unida a la idea del hogar. Sus juegos infantiles consisten en recrear pequeños hogares, con comedor y cocina, pero todavía sin dormitorio. La idea que una mujer tiene del hogar consiste en un reducido espacio personal, cómodo y aseado, donde una madre pare y cría a su prole. El hogar no pertenece al padre ni a los hijos varones, estos sólo lo utilizan durante una determinada época de sus vidas, unos por comodidad y los otros por seguridad, pero su obsesión es abandonarlo cuanto antes, unos para ir al bar o al fútbol con los amigos y colegas y los otros para hacer de sus vidas lo que les venga en gana, hasta que otra mujer les utilice para crear su propio hogar. Así son las cosas para nosotros los hombres.

Las mujeres más felices son aquellas que son capaces de resistir la presión del mundo de los hombres y siguen siendo fieles a su instinto y a su intuición, que a nosotros casi siempre nos parece irracional y absurdo; y las más infelices, que por lo general coincide con las más bellas y las mejor educadas, sin que esto quiera decir que ambas cualidades deban ir necesariamente juntas, sino todo lo contrario, son las que siguen las normas creadas por los hombres. Éstas viven sumidas en una tremenda esquizofrenia, y terminan convertidas en meros objetos sexuales o profesionales, o sumidas en profundas en irreversibles depresiones emocionales, además de padecer frecuentes ataques de nervios e histeria. No acaban de entender que ser mujer significa ser «distinta de los hombres», y por tanto negarse sistemáticamente a sus deseos, tanto en las relaciones sexuales como en las profesionales, y si no tienen más remedio que ceder, hacerles pagar un precio justo y equitativo, pues los hombres no concebimos que los intercambios, sean de lo que sean, deban hacerse sin poner valor a lo intercambiado, sea también lo que sea.

Desde luego que la generosidad es también femenina. En este sentido he observado que probablemente sean las mujeres norteamericanas las más infelices del planeta, porque sus hogares no tienen carácter femenino sino masculino; es decir, en realidad son castillos profusamente amurallados. Las mujeres no pueden hacer su hogar encerrado entre unas murallas, de la misma manera que los pájaros no saben hacer sus nidos dentro de una jaula, sino en espacios abiertos y bien comunicados con los hogares de otras mujeres, a las que visitan y son visitadas con cierta frecuencia. Pero ya no sabría decir cuáles pueden ser las más felices, tal vez las de alguna isla de la Polinesia que conserve todavía alguna forma de matriarcado. Las mujeres de los países subdesarrollados no son felices por culpa de los atavismos culturales represivos contra ellas, de otro modo, a pesar de su pobreza, sería felices, pues, como ya he dicho, una mujer no necesita mucho para ser feliz, le basta con un hogar cómodo, tranquilo y aseado, y una prole sana y alegre, donde haya por lo menos un miembro de su propio sexo, y si puede ser también la madre, verdadero centro de gravedad de toda mujer normal. Con eso se conforman. Esta era la situación social y cultural que James Cook echó a perder cuando descubrió los matriarcados de Thaití, Samoa, Salomón y de otras islas paradisíacas de Oceanía, y que con su influencia se transformaron en los actuales patriarcados.




















































18. Ser viejo sigue sin estar de moda

























En Berlín circulan casi más andadores que bicicletas. Sí, esta ciudad tiene una enorme población de ancianos. Son el legado viviente de un pasado horrible y traumático, que todavía pesa confuso sobre sus conciencias y que lentamente se va evaporando, justo en la misma proporción en que se van muriendo. Cada anciano berlinés que muere es reemplazado por un joven emigrante polaco, ruso, checo, lituano, estoniano, letón o, incluso, cada vez con más frecuencia, español. Los pequeños estudios que estaban amueblados con sillones de cretona floreados, con los brazos roídos por años de soledad y silencio, protegidos de la intimidad con visillos blancos y cubiertos de grandes alfombras de imitación persa, se han cambiado por muebles funcionales y baratos de Ikea y persianas regulables de Gradulux. Donde antes en el balcón había geranios ahora hay margaritas y lavandas. En los timbres y buzones aparecen nombre largos terminados en «esky», y uno se encuentra en el ascensor con jóvenes de rasgos eslavos que sonríen pero no te dan los buenos días, tal vez sea por temor a sus escasos conocimientos de alemán o su mala pronunciación. Si por alguna razón tienen que disculparse, se les escapa instintivamente un «Sorry!» ¡Berlín se rejuvenece!

Pues, señores, a pesar de que la vejez es por aquí tan popular aun no se ha puesto nunca moda. Y es que la vejez, digan lo que digan los vendedores de cruceros, es horrorosa y, además, molesta. Por muy compresivos que seamos, nos exasperamos cuando un viejo se atasca en la caja del supermercado porque no sabe dónde ha puesto el monedero. Todos tenemos en la mente la misma idea: que haya un cajero solo para viejos, donde puedan demorarse cuanto quieran. En realidad la idea se hace extensible a todo lo demás: autobuses para viejos, aceras para viejos, calles donde circulen solo viejos, cafés para viejos, etc. En otras palabras, crear un gueto solo para viejos, con lo que nos libraríamos de su molesta y desagradable presencia. Obviamente se trata de una idea del subconsciente, para no atormentar nuestra conciencia.

Los hombres morimos antes que las mujeres porque envejecemos renegando de nuestra decrepitud, que encontramos humillante, inoportuna e injustificada. Pretendemos, ¡nada menos!, condenar a la misma naturaleza por injusta y cruel. Las mujeres lo llevan sin rencor, por eso viven más.

La vejez es fea y antiestética. La piel se reseca y se llena de oscuras manchas de pigmentación, las manos se descarnan, la carne se vuelve flácida y rugosa, la espalda se encorva, como si lleváramos una pesada piedra colgada del cuello, las piernas flojean como si fueran de goma, los dientes huyen de las encías, la vista se enturbia, los ojos se irritan, la nariz moquea. La respiración se vuelve insuficiente apenas hacemos el mínimo esfuerzo, el corazón no sigue un ritmo regular y constante. Surgen irregulares protuberancias de grasa, verrugas en el rostro, caspa en el poco cabello que nos queda, durezas en los pies, las articulaciones se resecan. Cualquier dolor nos alarma por temor a que sea causado por un tumor cancerígeno. Las arterias se vuelven de corcho y la tensión arterial se enloquece y se pone fuera de control, la sangre parece de caramelo. Si nos olvidamos del número de nuestra cuenta del banco nos imaginamos que es un primer síntoma de Alzheimer. Siempre nos abrigamos más de la cuenta, y ya no nos quitamos la chaqueta o el chaleco hasta bien entrado el mes de agosto, y aún así, siempre la tenemos a mano. Dormimos 3 ó 4 horas a intervalos de una hora, y cogemos el sueño al amanecer, cuando despiertan los mirlos y los cuervos, el resto lo pasamos en vela, revolcándonos en la cama con la misma torpeza que las focas en la playa. Tememos el invierno por la nieve y los hielos, la primavera por las alergias, el verano por las olas de calor, y solo nos queda el otoño como la estación más tolerable para la vejez. ¡Ojala todo el año fuera otoño! Los médicos nos tratan como enfermos imaginarios y nos recetas pastillas de lo que sea, con tal de que los dejemos tranquilos, y tal vez lleven razón.

Pero no solo se degrada el cuerpo, también se envejece el alma. Si no ponemos atención se nos desvanece la imaginación y dejamos de soñar, y si no soñamos no podemos ser felices. De hecho pocos viejos son felices. Solo los creyentes lo son, porque sueñan ya con que se rejuvenecerán automáticamente cuando lleguen al Paraíso celestial. Pero la mayoría somos descreídos y nos volvemos cínicos, socarrones y demagogos.Lo que nos pasa es que nos da coraje que el mundo no se acabe con nosotros, lo que es de un egoísmo bíblico, por eso todo lo vemos de color negro, catastrófico y apocalíptico; en otras palabras, nos volvemos paranoicos y esquizofrénicos, y lo peor es que disfrutamos maliciosamente con ello.

Pero ¿y la mente? Ese prodigio de la naturaleza humana se apaga lentamente. Primero nos olvidamos del nombre de nuestros amigos de la infancia, luego de los artistas favoritos de la adolescencia, después no recordamos el título de la película que más nos habían impresionado en nuestra juventud, casi inmediatamente dejamos de retener en la memoria las frases célebres de aquellos autores más admirados, y, finalmente, un buen día alguien nos pide nuestro número de teléfono y nos damos cuenta que no podemos recordar los tres o cuatro últimos números. Entonces es cuando nos alarmamos verdaderamente.

Pero no solo se evaporan lentamente los recuerdos, buenos o malos, sino que se enreda nuestra capacidad de manejar las ideas con lógica. La realidad se nos hace confusa e imprecisa, porque estamos dominados por las sensaciones dolorosas y las impresiones tristes y nos faltan las necesarias emociones felices, que son el estímulo de la mente. Lo que sucede es que ya nos alcanza la sombra tenebrosa de la muerte, y empezamos a dedicar más tiempo del necesario a este pensamiento. Morir es un estado difícil de concebir, porque nadie puede aceptar que pueda haber un fin irreversible, sin que podamos tener una segunda oportunidad. Por otro lado la sola idea de vernos reducidos a un cadáver putrefacto devorado por los gusanos aterra nuestra imaginación. Sin embargo, como es irremediable terminamos por resignarnos, pensando lo menos posible en ella y que suceda cuando le venga en gana. No solo eso sino que nos hacemos los valientes cuando surge el tema en una conversación:

—¿Por qué dramatizar si es inevitable? —fanfarroneamos.

Finalmente lo que nos angustia no es morir, sino morir bien, sin agonías prolongadas o dolores insoportables. Morir como al parecer mueren los gorriones, que cuando presienten su muerte se encierran en algún recóndito escondrijo y se dejan morir allí de hambre, por eso nunca vemos los cadáveres de los gorriones muertos. Lamentablemente por nuestra confusa ética social nos empeñamos en prolongar inútilmente la vida de un anciano moribundo, mientras dejamos morir de hambre a millones de niños en todo el mundo. ¡Así somos los humanos de contradictorios!














































19. ¡Perdón!




























Sí, creo que debo pedir disculpas a mis lectores, porque la mayoría de lo que cuento en este libro es pura fantasía o, cuando menos, opiniones muy personales y subjetivas.

Es posible que Berlín no sea como la expongo, ni que esté habitada mayoritariamente por una especie humanoide de lobos esteparios; puede que después de todos los berlineses sean moderadamente felices y gocen de una sana y comedida imaginación, y hasta sean románticos. Tampoco yo fui un crío tan enclenque como para no poder tirar piedras a los chicos del barrio rival, incluso a algún que otro perro, por lo que fui tan perverso y pequeño delincuente como éramos todos los niños de pueblo de mi generación. No es ni mucho menos cierto que me gustaran los juegos de niñas, ni que abusara de ellas o cometiera algún acto indecente que me pueda seguir pesando en la conciencia. Pese a todo lo dicho, la familia no deja de tener sus gratas compensaciones y una buena razón para asumir el sentido de la responsabilidad y de un generoso sacrificio. Sobre el amor, puede que no sea tan misterioso y frágil, y tenga fundamentos más firmes y realistas que la pura imaginación. Acerca de mi larga disertación sobre la mujer, tengo que admitir que es pura subjetividad y que, después de todo, como seres humanos pertenecemos a la misma especie, y puede que tengamos más cosas en común y que nos unen que las que nos separan. En cuanto al patético relato sobre la vejez, aunque me aproximo más deprisa de lo que desearía, todavía no soy tan mayor como para padecer todos esos achaques y no puedo hacerme una idea realista de lo que se debe sentir. Por último, no es verdad en absoluto que en Berlín tenga todo lo que necesito, aunque sí lo esencial, pero me muero de ganas por volver a pasear por la playa de Rodalquilar o comer una exquisita parrillada de pescado en la terraza de algún buen restaurante de la costa del Cabo de Gata. Pero tal vez lo que más añore sean las entrañables charlas, en este espléndido idioma castellano que tanto añoro, con mis buenos amigos de aquellos lejanos años de mi juventud, cuando vivir era sinónimo de luchar por alguna causa noble y solidaria.

Pero, entonces, se preguntarán, ¿por qué he escrito toda esta sarta de relatos pretendidamente autobiográficos? Por extraño que parezca tiene una sólida y simple explicación: todos estos artículos son las típicas notas de todo escritor o aspirante a filósofo. No son más que apuntes para ejercitar la imaginación y la creatividad, con el fin de ir dibujando bocetos de personajes y escenarios que puedan ser utilizados en una posible obra futura.

Lo cierto es que escritores no decimos la verdad ni aunque nos torturen, porque nuestro trabajo consiste precisamente en «contar mentiras», pero con estilo y creatividad, y lo más parecido a verdades. Las mejores y más fiables biografías no son las escritas por los propios autores sino por terceros. Las autobiografías son, en alguna medida, inevitablemente falsas.

Con esta necesaria aclaración y las consiguientes disculpas, puedo dar por concluido este pequeño libro con la esperanza de que más que ilustrar les haya entretenido.




En Berlín, a 25 de mayo de 2013







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