2. Un observador compulsivo

Tengo la obsesión de observar a todo el mundo y pensar minuciosa y detalladamente sobre lo que observo. A veces son verdaderos disparates, otras me encanta lo que pienso. Esta obsesión tiene su lado bueno, pero también el malo. A veces es divertido porque la gente no se suele observar a sí misma y no tiene ni idea de lo gracioso, disparatado, absurdo, grotesco o ridículo que resultan. Muchos creen que no tienen nada en especial que merezca ser observado, porque carece de este tipo de ambición; quiero decir que se creen personas comunes y corrientes, con sus pequeñas manías y alguna que otra originalidad muy pasajera. Viven convencidos de que nadie les observa y por ello no ponen ni el mínimo interés en lo que hacen. Pero yo sé muy bien, porque tengo la obsesión de observar desde muy pequeño, que no hay nadie en este mundo que no tenga algo de especial; algo que llama la atención y que los distingue de los demás, a pesar de que vistan con una camiseta de un club de fútbol y un pantalón tejano descolorido, que es la ropa más adecuada para pasar desapercibido. Lo malo es que la mayoría, pese a tener algo especial, no son ni mucho menos interesantes, sino todo lo contrario, aburridos, por lo que uno se cansa pronto de observarlos.

Creo ser una persona afortunada y tengo tendencia a observar personas con algún interés especial, razón por la cual he mantenido esta obsesión durante más de veinte años. Lo frustrante es que a veces descubro verdaderas joyas; personas interesantísimas que merecían que alguien las descubriera y hablara de ellas en público, y no que se queden en un pensamiento pasajero y personal, más o menos original e interesante.

No hace mucho comenté mi caso con una buena amiga mía y me sugirió que sería una buena idea escribir sobre mis obsesivas observaciones.

—¿Que escriba yo sobre lo que observo? —le comenté.

—Por ejemplo…

—Bueno, después de todo es una idea; tal vez me anime.

¡Y me animé! Pero no he completado todo sobre mí.

Mi amiga me sugirió que si me decidía a escribir sobre mis obsesivas observaciones que no firmase con mi nombre, porque es poco literario.

—Wolfgang Weber. ¡Exacto! —me volvió a comentar mi amiga.

—¡Pero yo no soy alemán! ¿Cómo voy a tener un apellido alemán?

—¡Y a quién le importa! ¿Vives en Alemania, no? ¿Te imaginas este libro?: «Memorias de un observador compulsivo de Berlín», por Wolfgang Weber. ¡Arrasaría en España!

No acepté su sugerencia porque, aunque yo no entiendo mucho de marketing literario, ya que lo mío, como he dicho, es simplemente observar a la gente y pensar para mis adentros cosas sobre lo que observo, tampoco es ésta una obra literaria. Así es que firmo con mi nombre.

¿Que por qué lo hago? Quiero decir, ¿por qué mi obsesión por observar a la gente? No tengo ni idea, pero sospecho que tiene algo que ver con mi traumática infancia. No recuerdo mucho, excepto cuando sueño con algo relacionado con ella, y siempre sucede lo mismo: allí estoy yo con pantalones cortos observando a los demás niños como juegan a guerras a pedradas, piratas con espadas de palo, al látigo, al burro de la ventana, o a churro, mediamanga, mangaentera, o a otros juegos para los que se requería fuerza y hasta cierta dosis de violencia , porque dado mi raquítico aspecto y mi carácter retraído y tímido en mis sueños yo nunca soy aceptado en sus juegos. Pero sólo me sucede con los chicos, porque las chicas me dejan saltar a la comba con ellas, o participar en sus corros de la patata, en las prendas, o en otros juegos sencillos y divertidos para ellas, como el escondite, a pies quietos, al ratón que te pilla el gato, las comiditas, o incluso a mamás y papás, en el que yo hago el papel de papá o de hijo , y a médicos y enfermos, ¡el más interesante! Por esa razón decía que uno nunca sabe sobre su potencial homosexualidad. Pero como digo, creo que ese tema está resuelto, y para probarlo puedo contarles lo que he podido observar esta misma tarde a mi regreso de Mitte, cuando estaba a punto de cruzar uno de los semáforos de la rotonda del popular Siegesäule, el Ángel de la Victoria, para entendernos.



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