3. Un ángel en un semáforo

Hoy es una hermosa tarde estival y resultaba agradable recorrer la gran avenida 17 de Junio bajo sus frondosos árboles, desde la puerta de Brandemburgo, aunque yo venía del Instituto Cervantes, en el estresante barrio de Mitte, abarrotado de turistas boquiabiertos y fotomaniáticos, donde había ido a buscar un libro de Ángela Vallvey, que resulto que no lo tenían. El semáforo está situado en la avenida Spreeweg, a pocos metros del palacio presidencial de Bellvue, y es uno de esos semáforos que tardan mucho en cambiar, y donde suelen concentrarse limpiadores de parabrisas, titiriteros callejeros o escupefuegos espontáneos. Afortunadamente en este caso la persona que entretenía a los acalorados conductores no era el clásico escupefuego, sudoroso, súper tatuado y con las manos sucias de la gasolina, al que siempre le suele acompañar un perro inclusero, desgarbado y de pelaje raído por las largas siestas sobre las aceras de Berlín, sino que era un «ángel». Sí, tal y como lo digo, un hermoso ángel de un endemoniado atractivo físico. Y si aquel precioso ángel excitó mi imaginación sin duda fue porque no tengo ni el menor indicio de homosexualidad, todo lo contrario, pero es un poco embarazoso entrar en más detalles.

El ángel que observé en realidad era una mujer de unos veinte años, o tal vez más joven. Digo que era un ángel porque tenía dos pequeñas alas blancas sujetadas a la espalda completamente desnuda. Vestía una especie de túnica azul ceñida escasa por todas partes por donde se mirase, supongo que poco angelical, que apenas le cubría una ridícula parte de su hermoso cuerpo. ¿Qué hacía en el semáforo con sus pequeñas alas blancas? Nada del otro mundo, sobre todo para ser un ángel. Se ganaba la vida alegrando la vista a los conductores y lanzando dos bolos al aire, que recogía con bastante precisión después de que hicieran varias piruetas en el aire. Pero lo fascinante de su breve y sencillo espectáculo no era sin duda ni su habilidad para lanzar los bolos, ni sus pequeñas alas blancas, sino ella misma. El espectáculo era su cuerpo, capaz de dilatar las pupilas de cualquier hombre sin rastros de homosexualidad, o de una lesbiana, claro está, y de desbocar la imaginación con fantasías eróticas inevitables e inconfesables, sobre todo si los conductores estaban acompañados de sus respectivas esposas, pero no en mi caso, solo y conduciendo una bicicleta. Así es que dejé que mi imaginación se desbocara, porque no soportaría reconocer que he dejado de tener imaginación.

Si llevaba aquellas pequeñas alas sin duda que era para contrarrestar el endemoniado atractivo de su joven cuerpo, porque ella se diría a sí misma: «¡Eh, eh; a pesar de las apariencias soy un ángel!». Sin duda que este sencillo espectáculo callejero sería causa suficiente para una condena por lapidación en alguna cultura religiosa integrista. Pero afortunadamente en Berlín no pasan esas cosas. La verdad es que la chica era verdaderamente un ángel, porque los ángeles pueden presentarse transfigurados de diversas formas, y una de ellas es con el hermoso cuerpo de una joven lanzadora de bolos, entreteniendo a los agobiados conductores en un semáforo del Tiergarten. ¿Por qué no? Por mi experiencia de observador convulsivo me he dado cuenta de que en general la mayoría de las mujeres jóvenes de esta ciudad podía ir por ahí con dos alas de ángel en las espaldas, porque casi todas las que he conocido, de las más diversas razas de este agobiado planeta, me han parecido realmente angelicales. El mundo sería un funeral sin su alegría, su fresca imaginación y su espontánea naturalidad, como lo demuestra el hecho de que esta encantadora criatura llevaba dos alas de ángel con la misma naturalidad que si fueran propias. Por eso decía que me apasiona observar a la gente cuando se ven cosas como éstas, y de paso prueba, creo yo, mi teoría sobre mi masculinidad, sea para bien o para mal.

Con esto ya he dicho casi todo sobre mí. Claro que siempre hay cosas personales que son inconfesables. No creo que haya un solo ser humano que no oculte algo vergonzoso de su pasado, como haber torturado a un pobre animal indefenso, así como asuntos familiares indecentes o violentos que son inconfesables, incluso para uno mismo. Pienso que en nuestro ordenado y civilizado mundo occidental, rara es la mujer que no ha sido de alguna manera abusada, y raro es el hombre que ya adolescente no haya abusado alguna vez de alguna niña, o de otra adolescente, pero también, siendo ya adulto, de una mujer, sobre todo dentro del matrimonio. Pero estos son temas muy delicados, que como digo, son inconfesables públicamente. Uno no suele decir en sus autobiografías cosas como que de niños una vez jugando a médicos engañamos a una inocente criatura para que nos mostrara su sexo; o que las manoseábamos más de lo debido en el juego de la gallinita ciega, etc. Pero son cosas que no se olvidan, no porque estuvieran mal, sino porque nos habían hecho creer que estaban mal, que es muy distinto. Eran cosas naturales e inocentes, pero los dichosos curas que nos daban la catequesis nos hicieron creer que lo peor y más pecaminoso de la naturaleza humana estaba en la natural atracción sexual, es decir, en el erotismo. Claro que muchos de ellos tenían sus amantes, y algunos no respetaban ni edad ni sexo. Pero nadie decía nada, sólo sucedía que de vez en cuando tal o cual párroco habían sido trasladados a otra parroquia, y eso era todo.

Por esta razón, ya bastante crecido, he tenido de recomponer mi moralidad, sobre todo la relacionada con la sexualidad, y he conseguido librarme de la sensación de culpa por tener pene, hasta el extremo de que los veranos que pasaba en España solía frecuentar playas donde era tolerado el nudismo. Desde entonces controlo mi imaginación y sólo permito que se altere cuando las condiciones son favorables, como por ejemplo en el caso del ángel, pero nunca cuando estoy ante la presencia de un cuerpo desnudo al natural, sin que haya motivo para creer que se trata de una provocación. Por esa razón, disfruto de su belleza, así sin más, por el puro placer estético y me encantan los desnudos femeninos.








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